La despoblación rural constituye uno de los fenómenos sociales más acuciantes del territorio español. Mientras la mayoría de jóvenes abandona los municipios pequeños para buscar oportunidades en las grandes urbes, Fernando del Amo protagonizó el camino inverso hace más de una década y media. Su historia representa un caso excepcional dentro del contexto de la España vaciada, territorios donde la ausencia de habitantes se ha convertido en la tónica dominante.
Con apenas 22 años, este vecino de Benamira, localidad soriana de escasa población, aceptó una oferta laboral que inicialmente tenía una duración de cuatro meses. Lo que comenzó como una experiencia temporal se transformó en una decisión de vida permanente. Dieciséis años después, Fernando continúa siendo el único residente fijo de este pequeño enclave situado en la provincia de Soria, un territorio marcado por la orografía montañosa y la escasa densidad demográfica.
El municipio de Benamira, que en el pasado albergó una comunidad activa, ha visto cómo sus habitantes fueron abandonándolo progresivamente. La falta de oportunidades laborales, la lejanía de servicios esenciales y el atractivo de las áreas metropolitanas provocaron un éxodo masivo que dejó el pueblo prácticamente deshabitado. No obstante, para Fernando, este escenario no representó un obstáculo, sino una oportunidad para establecer un vínculo profundo con el territorio de sus ancestros, quienes ya poseían una segunda vivienda en la localidad.
La rutina diaria de Fernando se ha construido en torno a la autogestión y la conexión directa con el entorno natural. Sus actividades transcurren sin la presión del ritmo urbano, permitiéndole organizar su tiempo de manera distinta. "Voy a trabajar; cuando hay setas, cojo alguna seta, corro por el monte, salgo con los perros y el huerto cuando toca", explica el vecino, describiendo una existencia marcada por la autosuficiencia y la proximidad con la naturaleza.
No obstante, la vida en soledad absoluta conlleva una serie de inconvenientes prácticos que no pueden obviarse. La ausencia de comercios locales obliga a desplazarse hasta municipios cercanos como Medinaceli, Arcos o Sigüenza para realizar las compras más básicas. Estos desplazamientos implican un trayecto de aproximadamente veinticinco minutos en vehículo, lo que dificulta cualquier imprevisto o necesidad urgente. La situación se agrava cuando se trata de asuntos de salud, ya que el hospital más cercano se encuentra a noventa kilómetros de distancia, convirtiendo cualquier emergencia médica en un verdadero desafío logístico.
"Para vivir en Benamira, estás obligado a tener coche", manifiesta Fernando, reconociendo que la movilidad privada es una condición sine qua non para la supervivencia en este entorno. La falta de transporte público y la dispersión de los servicios básicos hacen que el automóvil sea la única opción viable para acceder a cualquier tipo de infraestructura. Esta realidad contrasta con la interconectividad que caracteriza a las zonas urbanas, donde la proximidad y la variedad de servicios están garantizadas.
A pesar de ser el único habitante permanente, Fernando no está completamente solo durante todo el año. Existen propietarios que mantienen sus viviendas en el municipio como residencias vacacionales, utilizándolas principalmente durante el periodo estival. Estos vecinos ocasionales representan un alivio temporal en la monotonía de la soledad, aunque su presencia es esporádica y estacional. Hasta que llegan, Fernando asume la responsabilidad de velar por el pueblo, convirtiéndose en un verdadero guardián del patrimonio local.
Este rol de celador del municipio implica tareas que van más allá del cuidado de su propia vivienda. Fernando custodia las llaves de las instalaciones comunes: la escuela, el horno comunal, la iglesia y algunas viviendas particulares. Esta responsabilidad le confiere una autoridad implícita para actuar en caso de urgencias o imprevistos que puedan surgir durante los meses en que el pueblo permanece deshabitado. "Nunca se sabe qué puede ocurrir de septiembre a junio", reflexiona, consciente de la imprevisibilidad que caracteriza la vida rural.
La esperanza de revitalización constituye el motor que mantiene vivo el espíritu de Fernando. A sus 38 años, el vecino de Benamira mantiene la ilusión de que nuevas generaciones descubran el potencial de este territorio y decidan asentarse de forma permanente. Considera que se trata de un entorno idóneo para criar familias y disfrutar de una existencia saludable, alejada de los contaminantes y el estrés propios de las urbes. Esta visión optimista choca con la dura realidad demográfica, pero no por ello pierde fuerza en su discurso.
Cuando se le interroga sobre la posibilidad de abandonar el pueblo en un futuro, la respuesta de Fernando es rotunda y contundente: "Tengo que estar muy mal para dejarlo". Esta afirmación refleja un compromiso emocional y existencial con el territorio que trasciende las dificultades objetivas. La conexión con el paisaje, con las raíces familiares y con un estilo de vida autónomo ha generado un vínculo indestructible que hace inconcebible cualquier otra alternativa residencial.
La experiencia de Fernando del Amo en Benamira ilustra una de las múltiples caras de la crisis demográfica que atraviesa el interior peninsular. Por un lado, la falta de servicios y oportunidades económicas; por otro, la posibilidad de construir una existencia basada en otros valores: la proximidad con la naturaleza, la libertad de horarios y la pertenencia a un territorio con identidad propia. Su historia sirve como testimonio de que, aun en las circunstancias más adversas, existen individuos capaces de encontrar sentido y plenitud lejos de los focos de población convencionales.
El fenómeno de la España vaciada no se resolverá con casos aislados como el de Fernando, pero tampoco puede ignorarse la importancia simbólica de estas experiencias. Representan un recordatorio de que el territorio rural continúa vivo, aunque sea mediante la presencia de un solo habitante decidido a no rendirse ante el éxodo. La supervivencia de pueblos como Benamira depende de políticas públicas efectivas, pero también de la resiliencia individual de quienes, como Fernando, eligen quedarse cuando todos los demás se marchan.