El Valencia CF afronta el cierre de 2025 en una situación límite que pone en jaque su continuidad en LaLiga. La derrota sufrida ante el Atlético de Madrid en el Metropolitano ha dejado al conjunto che en una posición extremadamente delicada en la tabla, confirmando una vez más que las buenas sensaciones no sirven de nada sin puntos en el casillero. El encuentro en la capital de España, lejos de ser un mero tropiezo más, se ha convertido en un síntoma de la enfermedad crónica que aqueja al club: la incapacidad para transformar la competitividad en resultados positivos de forma consistente.
Los de Carlos Corberán concluyen la jornada en la décimoseptima plaza, con un bagaje de únicamente 15 puntos en 16 jornadas. Esta cifra, más propia de un equipo condenado a la zona de descenso, sitúa al Valencia empatado a puntos con el Girona, el primer club que marca los puestos de peligro. La única razón por la que el conjunto de Mestalla no está actualmente en la 'zona roja' es el average goleador a su favor, un margen tan estrecho que puede evaporarse con cualquier resultado adverso. La estadística es demoledora: con menos de un punto por partido de promedio, el equipo navega por aguas que históricamente han llevado a la Segunda División a más del 90% de los equipos que han registrado este ritmo.
El técnico manifestó tras el encuentro una doble sensación que resume a la perfección el sentir del vestuario: "Me voy orgullosísimo de mis jugadores y jodidísimo por el resultado". Esta declaración refleja la autocrítica constructiva que convive con la frustración por la falta de resultados. Con 15 puntos en 16 jornadas, el rendimiento se sitúa por debajo de la media de un punto por encuentro, un ritmo que en las últimas décadas ha significado el descenso para casi todos los equipos que lo han registrado. La brecha entre el juego propuesto y la efectividad real es el talón de Aquiles de este proyecto, y cada jornada que pasa sin corregirla agrava el problema.
La dinámica reciente tampoco invita al optimismo. El Valencia ha sumado solo 6 puntos de los últimos 15 posibles, interrumpiendo una racha de cuatro partidos sin conocer la derrota (contra Betis, Levante, Rayo Vallecano y Sevilla). Este contraste entre buenas actuaciones puntuales y la incapacidad para mantener la regularidad define la crisis del equipo. Los números no mienten: de haberse mantenido el ritmo de esos cuatro encuentros, el panorama sería otro completamente diferente. Sin embargo, el fútbol castiga la inconsistencia, y el Valencia la ha exhibido en toda su crudeza, alternando destellos de buen juego con errores que cuestan puntos vitales.
El problema se agrava cuando el equipo juega fuera de casa. El Valencia es el segundo peor visitante de toda la competición, con un balance de cinco derrotas y tres empates en ocho desplazamientos. Esta debilidad lejos de Mestalla convierte cada partido en casa en una final anticipada. La incapacidad para sumar a domicilio no solo resta puntos, sino que presiona psicológicamente al equipo, que sabe que no puede fallar en su feudo. Los rivales, conscientes de esta circunstancia, llegan a Valencia con la confianza de quien sabe que el equipo local no puede permitirse el lujo de ceder ni siquiera un empate. Este factor mental se ha convertido en una losa que pesa sobre los hombros de los jugadores.
El próximo viernes, el choque contra el Real Mallorca adquiere tintes de auténtica final por la permanencia antes de que finalice el año. El conjunto bermellón visita un estadio donde el Valencia no puede permitirse otro tropiezo como el último ante el Sevilla, donde cedió dos puntos de oro en un empate que supo a derrota. La victoria se ha convertido en la única opción viable, tal y como ocurriera a finales de noviembre contra el Levante en un duelo de necesitados. Mallorca, con su estilo pragmático y defensivo, representa exactamente el tipo de rival que el Valencia debe superar si quiere pensar en la salvación. No es un gigante del fútbol español, pero es un competidor directo por la permanencia que llega en mejor momento de forma.
El contexto histórico añade presión a una situación ya de por sí insostenible. El club podría pasar las Navidades en puestos de descenso por cuarta ocasión en la historia. La temporada pasada ya vivió esta situación, cuando Rubén Baraja fue destituido tras un empate milagroso contra el Alavés en Nochebuena, dando paso al fichaje de Carlos Corberán en medio de las festividades. Aquella crisis parece repetirse con un guion similar: 1934 (penúltimo) y 1982 (último) fueron las otras dos campañas con este triste récord. La repetición de patrones preocupa a una afición que ve cómo su equipo vive en permanente estado de emergencia institucional y deportiva.
A pesar del dramatismo, el vestuario intenta mantener la calma y transmitir un mensaje de unidad. El delantero Lucas Beltrán ofrece una perspectiva optimista: "Queda mucho, la clasificación es así, nos tenemos que preocupar por la clasificación pero trabajando y siendo humilde lo sacaremos de abajo. No la merecemos". Sus palabras reflejan la fe en la remontada, pero también la conciencia de que el trabajo y la humildad son las únicas vías de escape. Beltrán, como referente ofensivo, sabe que su contribución goleadora será vital en las próximas semanas, y su liderazgo en el campo será tan importante como sus goles.
Corberán, por su parte, destacó el "paso delante de personalidad, deseo y atrevimiento" que mostró su equipo en el Metropolitano. "El equipo ha sido más competitivo de lo que ha sido en otros grandes escenarios. Este escudo no permite otra cosa que no sea eso: entrega máxima, respeto por el escudo y estoy orgulloso por la forma en la que ha competido el equipo", aseguró el entrenador. Su discurso busca proteger a sus jugadores y mantener la moral, pero la realidad de la tabla es implacable. La competencia sin resultados es una ecuación que no suma, y en el fútbol moderno, los entrenadores viven y mueren por los números finales.
Con tres jornadas pendientes para completar la primera vuelta, el tiempo se agota para revertir la tendencia. La situación es crítica, pero el cuerpo técnico y los jugadores prefieren enfocarse en los aspectos positivos. La realidad, no obstante, es implacable: cada partido se convierte en una batalla por la supervivencia en Primera División. La presión no solo viene de la tabla, sino de la expectativa de una afición que no entiende cómo un club de esta envergadura puede estar en esta situación temporada tras temporada, con una gestión deportiva que no termina de encontrar la estabilidad necesaria.
El duelo contra el Mallorca no admite otra lectura que no sea la victoria. La afición de Mestalla espera una reacción contundente que aleje los fantasmas del descenso. La permanencia pasa por ganar los partidos directos y recuperar la confianza perdida. El Valencia juega mucho más que tres puntos; juega su futuro inmediato en LaLiga. La directiva, la plantilla y la afición saben que un nuevo pinchazo podría desencadenar una crisis institucional de consecuencias impredecibles. El tiempo de las sensaciones ha terminado; ahora solo cuentan los resultados, y estos deben llegar ya si el club quiere evitar una catástrofe deportiva y económica.
La institución vive momentos de gran inestabilidad que afectan directamente al rendimiento deportivo. Las decisiones tomadas en los últimos años han dejado secuelas profundas en la estructura del club, con una planificación de plantilla que no ha dado los frutos esperados. Los fichajes estrella no han rendido al nivel esperado, y la apuesta por jóvenes talentos no ha compensado la falta de veteranía en momentos clave. Esta crisis institucional se refleja directamente en el rendimiento del equipo, que carece de liderazgo tanto en el campo como en los despachos, creando un círculo vicioso difícil de romper.
Para revertir esta situación, el Valencia necesita una reacción en cadena inmediata. Primero, ganar contra el Mallorca es imperativo sin alternativa posible. Segundo, debe mejorar radicalmente su rendimiento fuera de casa, donde ha regalado puntos a rivales directos. Tercero, la plantilla debe encontrar el equilibrio entre el juego ofensivo que propone Corberán y la solidez defensiva que exige la competición. Cuarto, la afición necesita volver a creer, porque su apoyo en Mestalla puede ser el factor diferencial en los partidos clave. Solo con una conjunción de todos estos elementos el Valencia podrá soñar con una segunda vuelta que le devuelva a la tranquilidad que tanto anhela.