En un escenario iluminado por la emoción y la maestría, Simon Rattle y la Sinfónica de la Radio de Baviera (BRSO) regresaron a Madrid para ofrecer dos conciertos que trascendieron lo musical y se convirtieron en experiencias humanas profundas. La gira europea que cierra 2025 no es solo un recorrido geográfico, sino un viaje emocional para el director británico, ahora ciudadano alemán por convicción política, que ha elegido a la BRSO como su nueva familia artística desde 2023.
Rattle, a punto de cumplir 71 años, sigue desafiando los clichés del director autoritario. Desde joven, comparó su rol con el de quien pide en un restaurante chino: un facilitador, no un dictador. Su filosofía es clara: “No producimos sonido, lo creamos juntos”. Esa convicción se refleja en cada gesto, en cada mirada, en cada saludo personal que ofrece al final de cada pieza, acercándose a cada músico para agradecer su entrega. “Tenemos que cuidarnos los unos a los otros”, repite como mantra. Un gesto que, en tiempos de individualismo, resulta revolucionario.
La gira comenzó en Liverpool, su ciudad natal, y pasó por Birmingham y Londres —cunas de su carrera—, antes de llegar a Madrid, la única ciudad que acogió ambos programas de la tournée. El Auditorio Nacional se convirtió en el epicentro de una celebración musical que combinó la fuerza narrativa de Stravinski con la intensidad emocional de Janáček, y el rigor estructural de Schumann con la grandiosidad de Bruckner.
El jueves 19, el público madrileño fue testigo de una interpretación magistral de la Rapsodia ‘Tarás Bulba’ de Leoš Janáček. Rattle, como un narrador cinematográfico, guió a la orquesta a través de las tres muertes que estructuran la obra: la traición de Andréi, la agonía de Ostap y la profecía final de Tarás. Cada movimiento fue una escena teatral, con solos de corno inglés, oboe y clarinete que se entrelazaban con golpes de platillos y trombones para recrear la violencia de los cosacos y la desesperación de los personajes. La tensión, el contraste, la emoción: todo estuvo presente, coronado por un clímax con órgano y metales que dejó al público sin aliento.
Sin embargo, la verdadera cima de la gira en Madrid llegó el viernes 20, con la interpretación completa del ballet ‘El pájaro de fuego’ de Ígor Stravinski. Desde los primeros compases, la BRSO desplegó una categoría sobrehumana, creando una atmósfera ominosa con cuerdas graves en pianísimo que evocaban la noche y el tritono en fa menor. Pero lo que realmente cautivó fue la fuerza narrativa bajo la batuta de Rattle, quien dirigió sin partitura, como si la obra estuviera grabada en su memoria emocional.
Los cincuenta minutos del ballet transcurrieron como un suspiro, llevando al público por las peripecias del príncipe Iván en el reino del hechicero Katschei. La irrupción del mundo mágico, simbolizado por el pájaro, fue una explosión de escalas octatónicas, solos de madera y aleteo de cuerdas, acompañados por arpegios de piano y glissandos de arpa. La flauta de Henrik Wiese y los solos del concertino Anton Barakhovsky añadieron una dimensión lírica que emocionó hasta los más escépticos.
La entrada de Katschei, con sus trompetas del amanecer y su séquito de monstruos, fue un despliegue de estridencias orquestales y ritmos irregulares que permitieron el lucimiento del metal y la percusión. Incluso las cuatro tubas wagnerianas, normalmente ocultas, salieron a escena para recrear el carillón mágico que desata el conflicto. El contraste entre la danza infernal y la canción de cuna fue sobrecogedor, y la muerte de Katschei, con un trémolo en pianísimo de la cuerda, dejó al público en silencio. El solo de trompa de Carsten Duffin quebró el hechizo, y el final fue apoteósico.
El concierto del jueves también incluyó una versión de la Sinfonía núm. 2 de Schumann, donde Rattle se centró en los fantasmas que habitan la partitura, destacando el adagio espressivo con un aroma bachiano y una evocación precisa de Mozart. Sin embargo, la Sinfonía núm. 7 de Bruckner, interpretada el día 19, no logró convencer plenamente. Aunque la orquesta mostró su solidez, la lectura de Rattle careció de la profundidad mística y la solemnidad necesarias para alcanzar el ascenso celestial que exige la obra.
Como colofón, Rattle ofreció una propina inesperada: ‘La hilandera’ de la suite ‘Pelléas et Mélisande’ de Gabriel Fauré. Un momento encantador, con violines que evocaban el zumbido de la rueca y solos de viento que desplegaban efusiones líricas, encabezados por el oboe. Un gesto que refleja la esencia de Rattle: generoso, humano, colaborativo.
La gira continuará en Barcelona y Valencia, pero Madrid ya tiene su lugar en la memoria de Rattle y la BRSO como la ciudad que acogió ambos programas, testigo de una sinfonía de emoción, técnica y humanidad. Porque, como dice el maestro, no se trata de sonidos, sino de personas que se cuidan, se escuchan y crean juntas.