En una tarde de vinilos y cafés largos, Guillermo 'Willy' Bárcenas se abre con una sinceridad que sorprende. Lejos del estereotipo del rockero desenfrenado, el cantante de Taburete revela una faceta introspectiva, casi filosófica, que contrasta con su imagen pública. Hoy, más que nunca, está en un proceso de autoconocimiento y disciplina, donde la música no es solo su profesión, sino su salvación.
La entrevista comienza en una tienda de discos detrás de Callao, un escenario simbólico: entre vinilos de Judas Priest y Manolo y Ramón, Willy se mueve con naturalidad, como si cada portada fuera una página de su propia historia. Algunos le miran con extrañeza —¿un cantante de pop-rock con gustos tan eclécticos?—, pero a él le da igual. Lo que otros piensen no le define. Ya ha aprendido a vivir con las miradas, los comentarios y hasta los insultos en la calle. “Me importa tres huevos”, dice con una sonrisa que no es de desafío, sino de liberación.
Su pasado familiar no fue fácil. En casa, las tensiones eran constantes, y la música se convirtió en su refugio. “Yo lo pasaba mal con lo que tenía en casa. La música conseguía que me olvidase y que lo supiese llevar”, confiesa. No era solo entretenimiento: era terapia. Hoy, sigue en ese camino, pero con más herramientas. Toma clases de canto y piano, apuesta por la disciplina y ha dejado atrás el desmadre por el desmadre. “Ya me lo sé”, dice, como quien reconoce un viejo hábito que ya no le sirve.
Uno de los temas centrales de su nuevo trabajo es “El perro que fuma”, un título que puede sonar absurdo, pero que encierra una profunda metáfora personal. El nombre proviene de un risco en la Sierra de Gredos, un lugar que Willy ha visitado en sus rutas de trekking. Pero también es una referencia a una cordada de alpinistas de hace décadas, y a un poema de Antonio Fernández Molina. Para él, ese perro que fuma representa la parte de sí mismo que se resiste al cambio, que se aferra a lo conocido, aunque sea dañino.
“Creo que todos tenemos un perro que fuma”, explica. “Es esa limitación que te pones dentro para no hacer las cosas que sabes que te hacen feliz de verdad”. Es la lucha interna entre lo que quieres ser y lo que no puedes dejar de ser. A veces, sabes que lo mejor es quedarte en casa, descansar, protegerte… pero algo —un impulso, una tentación, un miedo— te empuja a tomar decisiones que luego te arrepientes. Willy no se juzga por eso. Al contrario: lo acepta como parte de su naturaleza.
“Con los años he ido domando a ese perro, pero sigue pegando sus coletazos”, reconoce. Y añade: “Hay que aprender a vivir con ello”. No se trata de eliminarlo, sino de convivir con él, de entenderlo. Es una reconciliación permanente, como le dijo una amiga psicóloga: todos tenemos un lado eros —el que nos quiere, nos cuida— y un lado tánatos —el que nos autodestruye, nos pone en riesgo—. Willy lo vive en carne propia. “La cagas continuamente, y vuelves a pisar la misma piedra, pero es que uno es como es”, dice con una mezcla de resignación y aceptación.
Pero no todo es lucha. Willy está en un momento de equilibrio. “Compenso bastante bien todas las facetas de mi vida”, afirma. Ya no es solo el chico que se escapaba de casa con una guitarra. Es un artista en constante evolución, que entiende que el talento no basta: hay que trabajar, estudiar, madurar. Y lo hace con una mezcla de seriedad y humor, de introspección y energía. Su madre le dejó el nervio en las venas, dice, y su padre, la calma. Esa dualidad lo define.
En la entrevista, también habla de su relación con la fama, con las críticas, con las expectativas. “La gente que no me conoce y piensa que soy un gilipollas o diga que mi música es una mierda me da igual”, asegura. No busca agradar a todos. Busca ser auténtico. Y en ese proceso, ha descubierto que la música no solo le salvó del pasado, sino que le está construyendo un futuro más consciente, más profundo.
Willy Bárcenas no es un héroe. Es un hombre que ha aprendido a vivir con sus demonios, a convertirlos en canciones, en metáforas, en arte. Y en ese camino, ha encontrado una paz que no es la ausencia de conflicto, sino la aceptación de que el conflicto forma parte de la vida. La música sigue siendo su refugio, pero ahora también es su herramienta de transformación. Y eso, quizás, es lo más valiente de todo.