Cuando el estrés me abruma, tengo un truco infalible: imagino lo estresada que debe de estar Kim Kardashian. Sí, suena contradictorio, pero funciona. En una sola semana, esta mujer —que a sus 45 años parece tener 35 gracias a una combinación de genética, ejercicio y posiblemente magia— lanza una nueva tienda de ropa interior, interviene en un caso judicial para salvar a un preso condenado a muerte, vuela a República Dominicana con fiebre y faringitis para posar en bikini para Sports Illustrated, y al mismo tiempo organiza cumpleaños temáticos para varios miembros de su familia.
Yo, que me derrumbo solo con pensar en organizar la cena de Nochebuena, que llevo diez años sin enmarcar los cuadros que se acumulan en el suelo de mi apartamento, y que miro por la mirilla antes de salir de casa para evitar encontrarme con un vecino… no puedo evitar sentir una mezcla de admiración y asombro ante su capacidad de gestión.
Y sin embargo, parece que soy la única. Con el estreno de la nueva temporada de su reality, se reveló que Kim fue diagnosticada recientemente con un aneurisma cerebral. La reacción en redes sociales fue inmediata, cruel y, en muchos casos, irracional. Comentarios como «¿Un aneurisma? Yo tengo dos» o «Si yo tuviera su sueldo, también gestionaría un imperio mientras estudio Derecho y protagonizo una serie de Ryan Murphy» inundaron las plataformas.
¿Qué tiene Kim Kardashian que despierta tanto rechazo? No es solo su fama, ni su riqueza, ni su estilo de vida. Es la combinación de todo ello, que la convierte en un blanco perfecto para la empatía selectiva. Mientras la muerte de Diane Keaton generó una ola de condolencias globales, la noticia de la salud de Kim fue recibida con indiferencia, incluso con burla. ¿Por qué? Porque, en nuestra sociedad, la empatía parece tener un precio: si eres rico, tu sufrimiento no cuenta.
Este fenómeno no es nuevo. Cuando Victoria Beckham estuvo al borde de la bancarrota por sus gastos desmedidos, una amiga mía comentó: «Ojalá tener problemas como esos». Y ahí está la clave: para ser considerado digno de compasión, debes sufrir con un presupuesto limitado. Si tu problema es que tienes demasiado dinero, no mereces lástima. Es una lógica perversa, pero real.
Kim Kardashian no es una figura inocente. Ha construido su imperio con estrategia, visibilidad y, en muchos casos, controversia. Pero eso no la convierte en una persona menos vulnerable. Su diagnóstico médico no es un capricho, ni una excusa para llamar la atención. Es una condición seria que, en cualquier otra persona, generaría preocupación. Pero en ella, se convierte en motivo de burla.
¿Por qué? Porque vivimos en una cultura que castiga el éxito. Cuanto más logras, más te expones a la crítica. Kim no solo es rica y famosa; es una mujer que ha tomado el control de su narrativa, que ha convertido su imagen en un negocio, y que ha desafiado las normas de lo que se espera de una celebridad. Eso, en lugar de ser admirado, es visto como una amenaza.
La paradoja es que, en el fondo, muchos de nosotros anhelamos lo que Kim tiene: libertad financiera, visibilidad, poder. Pero no queremos pagar el precio que conlleva. No queremos la presión, la exposición, la crítica constante. Así que, en lugar de reconocer su esfuerzo, la atacamos. Es más fácil odiarla que reconocer que, en cierto modo, la envidiamos.
Y eso es lo más triste de todo. Porque Kim Kardashian, a pesar de todo, sigue adelante. Sigue trabajando, sigue luchando, sigue siendo una madre, una empresaria, una abogada en formación, y una mujer que, como cualquiera de nosotros, puede enfermar. Su historia no es solo de glamour y lujo; es también de resiliencia, de lucha, de humanidad.
Quizá algún día, cuando alcancemos un nivel de éxito que nos permita tener problemas «de ricos», entenderemos que no son menos reales. Y quizá, entonces, dejemos de juzgar a quienes ya están allí. Porque, al final, todos merecemos empatía. Incluso Kim Kardashian.