Cuando se menciona a Dick Cheney, muchos españoles evocan una imagen: la América de George W. Bush, con su acento texano y su mirada fija en el horizonte de la guerra. Pero Cheney fue mucho más que un vicepresidente. Fue el arquitecto de una doctrina que marcó el rumbo del mundo tras el 11-S.
Nacido en 1941 en Nebraska, Cheney recorrió todos los escalones del poder estadounidense: desde jefe de Gabinete de Gerald Ford hasta secretario de Defensa con George H. W. Bush. Su ascenso no fue casual. Cada cargo reforzó su convicción: el poder ejecutivo debe actuar sin titubeos, incluso si eso significa desafiar normas internacionales.
Su gestión en el Pentágono durante la Guerra del Golfo en 1991 lo consolidó como un estratega eficaz. La rápida victoria sobre Sadam Husein no solo expulsó a Irak de Kuwait, sino que demostró que las guerras “quirúrgicas” podían ser herramientas diplomáticas. Cheney lo entendió: la fuerza militar, bien dirigida, podía imponer orden en un mundo en descomposición.
Tras dejar el gobierno, Cheney lideró Halliburton, una gigante petrolera que lo conectó con el corazón del complejo industrial-militar. Esa experiencia le dio una visión única cuando volvió al poder en 2001. El 11 de septiembre fue su momento decisivo. Mientras Bush era evacuado, Cheney tomó el control desde el búnker de la Casa Blanca. Allí nació la Doctrina del Terror: espionaje masivo, intervenciones preventivas y una redefinición del enemigo como entidad no estatal.
Su influencia fue tan profunda que muchos lo consideraron el verdadero cerebro de la administración Bush. Su frialdad burocrática, lejos de ser fría, transmitía seguridad en tiempos de caos. En Estados Unidos, esa gestión no generó divisiones duraderas como ocurrió en España con el 11-M. Allí, la respuesta fue unánime. Aquí, el debate sigue abierto.
Cheney no era un neocon, pero actuó como uno. Su realismo político lo llevó a priorizar la seguridad nacional por encima de todo. Hoy, en un mundo de populismos y guerras preventivas, su legado vuelve a resonar. Europa, y especialmente España, podría aprender de su coherencia, aunque no necesariamente de sus métodos.
Su figura es un espejo: refleja una era de decisiones sin concesiones, donde el poder se ejerce con convicción, sin mirar atrás. Para bien o para mal, Cheney ayudó a definir cómo se gobierna el mundo moderno.