La designación de Marruecos como sede de la Copa Africana de Naciones 2025 trasciende el ámbito puramente deportivo para adentrarse en terrenos de alta tensión política y social. A apenas dos meses de las movilizaciones juveniles que sacudieron las principales ciudades del reino, el torneo se convierte en un escenario de alto voltaje político. Las autoridades marroquíes afrontan un reto complejo: proyectar una imagen de modernidad y estabilidad mientras gestionan un malestar social creciente que no ha encontrado respuestas institucionales satisfactorias.
Durante el pasado mes de octubre, miles de jóvenes —identificados como la generación Z marroquí— protagonizaron manifestaciones masivas en Casablanca, Rabat, Tánger y otras urbes importantes. Sus demandas eran claras, concretas y estructurales: reforma educativa integral, sanidad pública digna y accesible, oportunidades laborales reales y justicia social efectiva. Estas protestas no surgieron de la nada, sino que representan el colapso de un modelo de desarrollo que ha excluido sistemáticamente a la población joven, con tasas de desempleo que superan el 30% en este segmento etario. La precariedad laboral, combinada con la percepción de un futuro sin perspectivas y la corrupción generalizada, ha creado una masa crítica de ciudadanos descontentos que no encuentran canales institucionales para expresar sus reivindicaciones.
En este contexto, la CAN 2025 no es un mero campeonato continental. Se ha convertido en un instrumento de legitimación política para un régimen que necesita desviar urgentemente la atención de las calles hacia los estadios. La narrativa oficial presenta a Marruecos como una nación en ascenso, fortalecida por los éxitos recientes de su selección nacional —semifinalista en el Mundial de Qatar 2022— y por figuras mediáticas como Achraf Hakimi que proyectan una imagen de éxito internacional y modernidad. Sin embargo, esta retórica triunfalista choca frontalmente con la precariedad que vive la mayoría de los jóvenes marroquíes. El contraste entre el glamour deportivo y la realidad social no podría ser más evidente ni más doloroso para quienes luchan por sobrevivir día a día.
El artículo de referencia en Le Monde, publicado el 19 de diciembre de 2025 y firmado por Pierre Lepidi y Simon Roger, subraya que la competición se desarrolla "bajo vigilancia". Esta no es una expresión metafórica o retórica. Las autoridades han desplegado un dispositivo de seguridad masivo y sofisticado que controla minuciosamente el espacio público, desde cámaras de reconocimiento facial hasta un despliegue policial sin precedentes. La experiencia de octubre demostró que la juventud marroquí es capaz de movilizarse con rapidez y eficacia, utilizando las redes sociales para coordinar acciones y difundir sus mensajes de forma viral. Por ello, el temor a nuevas protestas durante el torneo es real, palpable y justifica, desde la lógica del poder, esta militarización del espacio urbano.
El principal temor del establishment es que la CAN se convierta en una plataforma de disidencia y protesta. Los grandes eventos deportivos concentran medios de comunicación internacionales y atención global, lo que los hace potencialmente peligrosos para regímenes preocupados por su imagen exterior. Cualquier incidente, cualquier pancarta, cualquier cántico crítico podría viralizarse en cuestión de minutos y desmontar la cuidada imagen de normalidad y progreso que se intenta vender a la comunidad internacional. La historia reciente está llena de ejemplos donde el deporte ha sido el escenario de protestas políticas, desde los Juegos Olímpicos hasta los campeonatos mundiales, y las autoridades marroquíes no quieren correr ese riesgo.
Este fenómeno no es exclusivo de Marruecos. Históricamente, los grandes eventos deportivos han servido como cortinas de humo políticas para ocultar problemas estructurales. Desde los Juegos Olímpicos de Berlín 1936 hasta los Mundiales de fútbol más recientes en Rusia 2018 o Catar 2022, el deporte ha sido utilizado por gobiernos de diversa índole para construir narrativas de unidad nacional, progreso y modernidad, mientras se ocultan tensiones sociales profundas. En el caso marroquí, esta estrategia se intensifica por la proximidad temporal con las protestas juveniles. El régimen necesita desesperadamente un éxito deportivo que pueda traducirse en un éxito político y en una inyección de legitimidad.
Mientras los focos mediáticos se centran en los partidos y en las estrellas del fútbol africano, la represión continúa su curso. Activistas siguen siendo detenidos de forma arbitraria, las restricciones a la libertad de expresión se mantienen e incluso se refuerzan, y cualquier discurso que cuestione el statu quo es sistemáticamente silenciado mediante leyes de excepción o acusaciones difamatorias. Esta situación no se limita al territorio marroquí reconocido, sino que se extiende a los territorios ocupados del Sáhara Occidental, donde la represión es aún más visible, brutal y sistemática. La doble vara moral es evidente: mientras se celebra la apertura y la modernidad ante el mundo, se cierran las puertas al diálogo interno y se criminaliza la disidencia.
La vigilancia extrema que rodea a la CAN revela la verdadera fragilidad del régimen. Un gobierno seguro de su legitimidad y arraigo popular no necesitaría desplegar tal aparato de control para un evento deportivo. El miedo a que "la calle vuelva a hablar" demuestra que las demandas de la generación Z han calado hondo en la sociedad y que la estabilidad aparente descansa sobre bases inestables. La paradoja es que cuanto más se intenta controlar, más se evidencia la falta de control real sobre el sentir ciudadano y más se aleja la posibilidad de soluciones políticas genuinas.
La Copa Africana de Naciones 2025 en Marruecos se configura así como un ejercicio de ingeniería política y social más que como una competición deportiva. Es una prueba de fuego para un sistema que intenta contener las olas de cambio mediante espectáculo, distracción y control. Mientras los goles se celebren en los estadios y las cámaras internacionales transmitan la fiesta del fútbol, las verdaderas preguntas sobre el futuro del país seguirán sin respuesta en las calles vigiladas. El torneo terminará, pero las demandas de una juventud que exige su derecho a un futuro digno persistirán, recordando que no hay estabilidad real sin justicia social y participación política efectiva.