Boric y el desgaste de un gobierno que soñó más de lo que pudo

El presidente chileno, símbolo de la renovación izquierdista, deja el poder tras una gestión marcada por reveses políticos y frustradas reformas constitucionales.

Gabriel Boric, el presidente más joven en la historia democrática de Chile, entrega el mando tras una gestión marcada por altas expectativas y profundos desencantos. Llegó al poder en 2022 con el impulso del estallido social de 2019, representando una nueva generación de líderes que prometían romper con el pasado y construir un Chile más justo, más inclusivo y más democrático. Pero su mandato, lejos de consolidar ese cambio, se vio erosionado por una serie de fracasos políticos que dejaron al descubierto las limitaciones de su proyecto.

Uno de los momentos clave que definió el rumbo de su gobierno fue la violenta recepción a tiros que sufrió Izkia Siches, entonces ministra del Interior, durante su visita a la región de la Araucanía. Aquel episodio no solo evidenció la fragilidad del Estado frente a los conflictos sociales y territoriales, sino que también puso en jaque la estrategia de desmilitarización que Boric había prometido como eje de su política de seguridad. La ministra, una figura clave en su equipo y exjefa de campaña, abandonó el cargo meses después, dejando un vacío que el gobierno nunca logró llenar.

Pero el golpe más duro llegó con el fracaso de la reforma constitucional. Boric asumió con el mandato popular de reemplazar la Constitución de Pinochet, un símbolo del pasado autoritario que muchos chilenos querían enterrar. Sin embargo, el proceso se convirtió en una trampa política. La primera propuesta, redactada por una convención constituyente con mayoría de izquierda, fue rechazada en referéndum por ser percibida como demasiado radical. La segunda versión, más moderada y con influencia de sectores conservadores, tampoco logró el apoyo necesario. El resultado: Chile sigue gobernándose bajo la misma carta magna que Boric prometió derogar.

Este desgaste inicial fue difícil de revertir. Aunque logró avances en áreas como la reforma previsional —introduciendo un sistema mixto que combina aportes públicos y privados—, otras promesas clave quedaron en el camino. La reforma fiscal, por ejemplo, nunca se concretó, a pesar de los esfuerzos de su ministro de Hacienda, Mario Marcel. Tampoco logró consolidar una política exterior con identidad propia. La llamada "política exterior turquesa", centrada en la protección de los océanos y la biodiversidad, quedó relegada por errores diplomáticos y falta de coherencia.

Boric, con apenas 36 años al asumir, encarnó la esperanza de una izquierda renovada, más dialogante y menos dogmática. Pero su gobierno se topó con una realidad compleja: una sociedad dividida, una economía en desaceleración y un sistema político que no estaba preparado para los cambios profundos que proponía. Su enfoque pacifista, aunque noble, chocó con la dura realidad de la violencia en el sur del país, donde los conflictos con comunidades mapuches exigían respuestas más contundentes de las que su gobierno estaba dispuesto a dar.

La utopía que lo llevó al poder —la de un Chile más justo, más verde, más democrático— se encontró con los límites de la gobernabilidad. No fue un gobierno corrupto ni ineficaz en todos los aspectos, pero sí uno que aspiró a más de lo que pudo lograr. Su legado, por tanto, es ambiguo: un intento valiente de transformación que, en muchos sentidos, se quedó a mitad de camino.

A medida que se acerca la transición, muchos chilenos miran hacia atrás con cierta nostalgia por lo que pudo haber sido, pero también con realismo sobre lo que fue. Boric deja un país que sigue buscando su rumbo, con una Constitución que no logró cambiar, una economía que no logró reactivar plenamente y una sociedad que sigue dividida. Pero también deja una generación de líderes que, aunque desgastados, no han perdido la voluntad de seguir luchando por un Chile mejor.

En el fondo, el gobierno de Boric es un recordatorio de que los cambios profundos no se logran en un solo mandato, ni siquiera con la mejor de las intenciones. Requieren consensos, paciencia y, sobre todo, la capacidad de adaptarse a la realidad sin perder de vista el horizonte. Y aunque su gestión no logró cumplir todas sus promesas, sí abrió puertas que antes estaban cerradas, y plantó semillas que podrían florecer en el futuro.

El desafío ahora está en manos de quienes vienen. El próximo gobierno tendrá que enfrentar los mismos problemas que Boric no pudo resolver: la desigualdad, la inseguridad, la falta de confianza en las instituciones. Pero también tendrá la oportunidad de aprender de sus errores, y de construir sobre lo que, a pesar de todo, sí se logró.

Gabriel Boric no será recordado como un presidente que transformó Chile, pero sí como uno que intentó hacerlo con convicción, con honestidad y con una mirada hacia el futuro. Y en un mundo donde tantos líderes se conforman con mantener el statu quo, eso ya es un logro en sí mismo.

Referencias