Cada 20 de noviembre, en distintos rincones de España, se encienden velas y se celebran misas en memoria de Francisco Franco. Este año, la ceremonia más concurrida tuvo lugar en la parroquia de los Doce Apóstoles, ubicada en el número 88 de la calle Velázquez en Madrid —una dirección que, en ciertos círculos, adquiere un simbolismo particular. Cerca de 250 personas se congregaron en el templo, entre fieles, simpatizantes del régimen franquista y curiosos, en un acto que transcurrió sin vigilancia policial y con una inesperada interrupción: la irrupción de dos activistas de Femen, semidesnudas y con pancartas que denunciaban el fascismo como "vergüenza nacional".
La escena fue tensa. Mientras las activistas gritaban consignas como "Al fascismo, ni honor ni gloria", un hombre con bandera preconstitucional y puro en la boca intentó, de forma torpe y agresiva, tocar a una de ellas. El episodio, que no fue detenido por ninguna autoridad, reflejó la tensión latente entre quienes defienden la memoria del dictador y quienes la rechazan con vehemencia.
Dentro de la iglesia, el ambiente era solemne. El silencio y el respeto eran la norma, hasta que llegó el momento de la oración por los difuntos —una práctica común en cualquier misa, pero que en este contexto adquiere un significado político. La afluencia de personas superó la capacidad de los bancos, y decenas de asistentes, entre ellos niños y adolescentes, se apretujaron en los laterales y en la parte trasera de la capilla.
A la salida, el tono cambió radicalmente. La multitud, compuesta por personas de distintas edades —muchas de las cuales no vivieron ni un solo año del franquismo— comenzó a entonar consignas como "¡Arriba España!", "¡Cara al Sol!" y hasta "Viva la revolución" de Falange. Las voces se superponían, cada uno intentando imponer su grito sobre el del vecino, en una especie de liturgia improvisada y ruidosa.
Entre los asistentes, algunos se quejaban de la presencia de la prensa. "Todos estos son unos voceros del tirano", murmuró un hombre con chaqueta de aviador a otro con brazalete rojigualdo. Mientras, alguien escupía un "¡Pedro Sánchez, hijos de puta!", un octogenario replicaba: "¿Qué coño tiene que ver Sánchez aquí? Estamos por El Caudillo". La confusión y la ira parecían mezclarse con una especie de nostalgia desesperada.
Entre la multitud, también se colaron algunos extranjeros: franceses y alemanes, estos últimos con gabardinas, corbatas y bigotes cuidadosamente anacrónicos. Intentaron entonar sus propias consignas, quizá creyendo que serían comprendidos. Pero nadie les siguió. El español, aquí, había venido a lo suyo, y no estaba dispuesto a ceder protagonismo ni siquiera a quienes, en teoría, compartían su nostalgia.
Todo este espectáculo se desarrolló sin la más mínima presencia policial. No hubo controles, ni vigilancia, ni intervención. Para los asistentes, eso no importaba. Mientras hubiera "patria, justicia y revolución", y mientras el Partido Popular no se presentara —"¿dónde están? No se ven los muchachos del PP"—, ellos se sentían dueños de su propio espacio, de su propia España.
Este tipo de actos, aunque minoritarios, siguen siendo un espejo de las divisiones que aún persisten en la sociedad española. La memoria histórica sigue siendo un campo de batalla, donde cada gesto, cada consigna, cada silencio, tiene un peso político. Y mientras algunos buscan cerrar heridas, otros insisten en mantenerlas abiertas, como si el pasado fuera un escudo contra el presente.
La ausencia de autoridades en el evento no es casualidad. Es una señal de que, en muchos casos, el Estado prefiere no intervenir en estos actos, por miedo a generar más tensión o por una especie de resignación ante lo inevitable. Pero eso no significa que la sociedad deba quedarse callada. Al contrario: es precisamente en estos momentos cuando más necesario es el debate, la reflexión y la denuncia.
La irrupción de las activistas de Femen, aunque breve, fue un recordatorio de que no todos están dispuestos a aceptar el silencio. Que hay quienes, con su cuerpo y su voz, se niegan a que el fascismo sea honrado, ni siquiera en una misa. Y que, aunque el Estado no esté presente, la sociedad sí puede y debe hacerlo.
En un país que aún lucha por reconciliarse con su pasado, estos actos no son solo una ceremonia religiosa. Son un acto político, un reclamo de identidad, una batalla por la memoria. Y mientras haya quienes se nieguen a olvidar, y otros que se nieguen a recordar, la tensión seguirá presente, como una sombra que no quiere desaparecer.