Medio siglo después de su muerte, Francisco Franco vuelve a ocupar titulares. Documentales, programas especiales y hasta el interés oficial por conmemorar el 50 aniversario de su fallecimiento han devuelto al dictador al centro del debate público. Pero detrás de la historia oficial, hay relatos que solo los testigos directos pueden contar. Uno de ellos es Alfonso Cabeza, médico y exdirector del Hospital de La Paz, quien vivió en primera persona los once días que Franco pasó en el centro hospitalario antes de morir.
Cabeza, nacido en 1939 en Bubierca (Zaragoza), tenía 36 años cuando Franco ingresó en La Paz el 9 de noviembre de 1975. Su papel no era médico directo, sino de coordinador logístico: recibir visitas, organizar accesos y mantener el orden en un entorno que, según sus propias palabras, rozaba el surrealismo. "Estaba echándome la siesta cuando me llamaron: 'Vente zumbando, que traen al Caudillo en media hora'", recuerda con ironía. No le sorprendió: dos noches antes ya había llevado material médico desde La Paz hasta El Pardo, donde Franco estaba siendo atendido en una instalación improvisada que resultó insuficiente.
La llegada de Franco al hospital fue un espectáculo de contrasentidos. "Querían meterlo por la puerta principal, que era giratoria. Imposible", explica Cabeza. Tuvo que convencerles de que entraran por Urgencias, como cualquier paciente. Franco llegó en camilla, inconsciente, con los ojos cerrados. No pronunció una sola palabra durante todo su ingreso. Su estado físico era alarmante: apenas pesaba 40 kilos y su piel, inusualmente morena, llamó la atención del médico. "No habló, no se movió, no reaccionó. Solo respiraba", asegura.
Una vez en la UCI, el hospital se transformó en un escenario político. La primera planta fue habilitada para la familia y los ministros. Doña Carmen Polo y su hija llegaron más tarde, pero el que más se dejaba ver era Alfonso de Borbón, duque de Cádiz. El equipo médico, liderado por Cristóbal Martínez-Bordiú —yerno de Franco—, trabajaba en silencio, mientras en las salas contiguas se tomaban copas y se jugaba al mus. "Era una mezcla de solemnidad y descontrol", confiesa Cabeza. La cafetería del hospital, que él mismo convenció a la dirección de mantener abierta las 24 horas, se convirtió en punto de encuentro para curiosos, periodistas y hasta madrileños que iban al cine y aprovechaban para ver qué pasaba. "A las tres de la mañana era un cachondeo de puta madre", recuerda con una sonrisa.
Entre los personajes que rodearon a Franco en esos días, Cabeza destaca la figura de Carlos Arias Navarro, último presidente del gobierno franquista. A pesar de su aparente distancia, Arias le confió a Cabeza un número de teléfono personal y le pidió que le llamara cada dos o tres horas para informarle de lo que ocurría. "No me fío de nadie", le dijo. Un gesto que, en medio de la tensión política, resulta revelador.
El 19 de noviembre, Franco empeoró drásticamente. Hemorragias por boca e intestino. A las 21:30, un celador —que Cabeza tenía como "espía"— le avisó de que algo grave estaba ocurriendo. Subió a la planta y los policías le dijeron: "Cabeza, que se ha muerto, pero no digas nada". Franco había fallecido, pero la noticia se mantuvo en secreto hasta la mañana siguiente. "Murió el 19, no el 20", asegura Cabeza. La razón: necesitaban tiempo para preparar el embalsamamiento, la mascarilla y los protocolos oficiales. El forense Bonifacio Piga y su hijo —compañero de Cabeza— se encargaron del proceso.
La mañana del 20 de noviembre, Arias Navarro apareció en televisión con lágrimas en los ojos para anunciar la muerte del Caudillo. Doña Carmen y su hija llegaron poco después. "Todo el mundo estaba acojonado", admite Cabeza. Él mismo advirtió a Martínez-Bordiú de que podría ser blanco de represalias, pero al final, nadie se atrevió a actuar. "Franco se murió y, a pesar de nuestros temores, nadie se lio a tortas. Fuimos un ejemplo para el mundo", concluye.
Cabeza, hoy con 86 años, sigue siendo un personaje singular: médico, ex presidente del Atlético de Madrid, crítico del régimen y con un sentido del humor que le ha permitido sobrevivir en entornos políticamente cargados. Su testimonio no solo es una ventana al pasado, sino también una lección sobre cómo la historia se escribe con detalles que los libros suelen omitir. En sus palabras, el final de Franco no fue un acto solemne, sino un caos controlado, donde la política, la religión y el humor se mezclaron en una escena que solo él pudo contar con tanta crudeza y sinceridad.