El juicio a Álvaro García Ortiz, fiscal general del Estado, ha trascendido el marco puramente jurídico para convertirse en un enfrentamiento simbólico entre poderes. En el centro de la tormenta, no solo están los hechos que se le imputan, sino la estrategia que ha adoptado durante el proceso: una postura que muchos interpretan como un juicio de ruptura, término acuñado por el abogado francés Jacques Vergès para describir procesos en los que el acusado niega la legitimidad del tribunal que le juzga.
Este concepto no es nuevo en España. En el pasado, fue utilizado por miembros de ETA, quienes, en lugar de defenderse, se convertían en acusadores del sistema judicial. Ahora, según analistas como Elisa Beni, García Ortiz ha seguido una estrategia similar: se ha negado a dimitir, ha comparecido en el juicio con la toga de su cargo y ha calificado el proceso como una persecución política. Su actitud, lejos de ser una defensa técnica, parece diseñada para cuestionar la autoridad del Tribunal Supremo.
La reacción del Gobierno ha sido igualmente polémica. En lugar de mantener la distancia institucional, ha atacado a magistrados del Supremo, calificándolos de "inquisidores" y "prevaricadores". Esta escalada retórica no solo alimenta la tensión, sino que pone en riesgo la percepción ciudadana sobre la independencia del poder judicial. Si el fiscal general es absuelto, el mensaje implícito podría ser que el sistema no puede contener a quienes lo socavan desde dentro.
En el entorno del Supremo, las apuestas están divididas. Algunos magistrados apuestan por una condena que, aunque no implique prisión, sí incluya la inhabilitación del fiscal general. Esta medida no solo pondría fin a su carrera en la Fiscalía, sino que también cerraría la puerta a cualquier intento del presidente Pedro Sánchez de nombrarle ministro de Justicia en el futuro. Otros, en cambio, defienden la absolución, argumentando que no hay pruebas suficientes para sancionarle.
Lo que está en juego va más allá de un caso individual. Se trata de la legitimidad del Estado de derecho. Si el Gobierno y el fiscal general logran erosionar la confianza en el sistema judicial, estarían minando la base sobre la que se sustentan sus propios cargos. Como señalan algunos expertos, destruir la legitimidad del sistema judicial es un acto de autodestrucción institucional: quienes lo hacen, también pierden su propio sostén.
El contexto político no ayuda. El sanchismo, como se ha bautizado al actual Gobierno, ha mostrado en múltiples ocasiones una tendencia a desafiar las normas institucionales cuando estas entran en conflicto con sus intereses. Este juicio no es una excepción. La estrategia de García Ortiz parece diseñada para forzar una crisis institucional, donde el Supremo se ve obligado a elegir entre aplicar la ley con rigidez o ceder ante la presión política.
La decisión del Supremo tendrá consecuencias a largo plazo. Si opta por la condena, enviará un mensaje claro: el sistema no tolerará intentos de deslegitimación, aunque provengan de dentro. Si, por el contrario, absuelve al fiscal general, podría abrir la puerta a futuras estrategias similares, donde los cargos públicos utilicen el sistema para desmantelarlo desde dentro.
En cualquier caso, el juicio a García Ortiz ya ha dejado una huella profunda en la vida institucional española. Ha puesto de manifiesto las tensiones entre el poder ejecutivo y el judicial, y ha mostrado cómo la política puede infiltrarse en los procesos judiciales. La pregunta que queda en el aire es si el Supremo será capaz de mantener su independencia, o si cederá ante la presión de un Gobierno que parece dispuesto a todo con tal de proteger a sus aliados.
Más allá de las sentencias, lo que realmente está en juego es la confianza de los ciudadanos en las instituciones. Si el sistema judicial no puede actuar con imparcialidad, si los cargos públicos pueden desafiarlo sin consecuencias, entonces el Estado de derecho se debilita. Y eso, como bien saben los que lo han intentado antes, no conduce a la victoria, sino a la erosión de todo lo que sostiene la democracia.