En los últimos años, la política española ha ido tejiendo una relación cada vez más estrecha —y a veces incómoda— con la justicia. Lo que antes se limitaba a escándalos aislados o casos puntuales, hoy se ha convertido en una constante: los titulares de los medios, las tertulias televisivas y hasta los discursos oficiales giran en torno a procesos judiciales, investigaciones y declaraciones en juzgados. Y en medio de este entramado, el nombre de Leire Díez ha emergido como símbolo de una nueva fase en esta dinámica: la de la jerarquía de la degradación institucional.
Todo comenzó con un vídeo de la Moncloa, en el que el presidente Pedro Sánchez celebraba, con tono triunfal, el paso de dos años desde su última investidura. Un hito, sin duda, pero uno que resulta forzado si se tiene en cuenta que Sánchez lleva cinco años en el cargo. La celebración parecía más un ejercicio de marketing político que un balance real. Como si alguien decidiera festejar el aniversario de una decisión que ya había tomado hace mucho tiempo —como aquel personaje de The Office que celebra el día en que sus padres decidieron no divorciarse.
Pero lo más revelador no fue lo que se dijo, sino lo que se omitió. En ese vídeo, el presidente no mencionó el cambio más significativo de su segundo mandato: la creciente conexión entre la agenda política y la judicial. Mientras el Ejecutivo insiste en hablar de "lawfare" —una supuesta guerra judicial contra el Gobierno—, lo cierto es que el mismo sistema judicial que hoy se critica fue el que investigó casos de corrupción durante gobiernos del PP. La diferencia, claro, es que ahora los casos afectan directamente al partido en el poder.
Y en ese contexto, el caso de Leire Díez se convierte en un punto de inflexión. Díez, una figura poco conocida fuera de los círculos políticos, se encuentra en el centro de una investigación que podría revelar una estructura de presión y desacreditación contra investigadores judiciales. No es una figura de alto rango, pero su papel —y las conexiones que se le atribuyen— podrían abrir una caja de Pandora sobre cómo se manejan las investigaciones que incomodan al Gobierno.
Mientras tanto, el juicio al fiscal general del Estado, José Manuel Maza, también ocupa titulares. Se le acusa de haber revelado información confidencial de un ciudadano, en el marco de una operación contra una adversaria política del Ejecutivo. Aquí, la gravedad no radica tanto en el acto en sí —que podría considerarse menor—, sino en el cargo que ocupa el acusado. Un fiscal general debe ser imparcial, y cualquier sospecha de parcialidad o uso indebido de su poder es una amenaza directa a la confianza en las instituciones.
Entonces, ¿cuál caso es más grave? ¿El de un alto cargo que podría haber abusado de su posición, o el de una figura menor que habría participado en una red de presión contra la justicia? La respuesta no es sencilla. Pero lo que sí es claro es que ambos casos forman parte de un mismo fenómeno: la institucionalización de la crisis. Ya no se trata de escándalos aislados, sino de un patrón en el que la política y la justicia se entrelazan de forma cada vez más tóxica.
Lo que realmente preocupa es la falta de transparencia. Mientras el Gobierno insiste en que todo es parte de una conspiración judicial, no ofrece respuestas claras ni mecanismos de rendición de cuentas. En lugar de abordar las acusaciones con seriedad, se opta por la negación y la descalificación. Y eso, más que proteger al Ejecutivo, erosiona la confianza ciudadana.
En este escenario, Leire Díez se convierte en un símbolo. No porque sea una figura poderosa, sino porque representa la normalización de la corrupción institucional. Su caso no es un accidente, sino una consecuencia lógica de un sistema en el que las investigaciones judiciales se ven como amenazas políticas, y no como herramientas de control democrático.
La pregunta que queda en el aire es: ¿hasta dónde puede llegar esta jerarquía de la degradación? ¿Cuántos más casos tendrán que salir a la luz antes de que se reconozca que el problema no es la justicia, sino la forma en que se la utiliza —o se la evita—? Mientras tanto, los ciudadanos observan, cada vez más escépticos, cómo la política se convierte en un teatro judicial, y cómo las instituciones, en lugar de ser garantes de la democracia, se convierten en protagonistas de su deterioro.
En definitiva, el caso Díez no es solo un caso más. Es un espejo en el que se refleja una realidad incómoda: la de una democracia que se tambalea no por falta de leyes, sino por la forma en que se aplican —o se ignoran—. Y mientras el Gobierno sigue celebrando aniversarios, la justicia sigue avanzando, paso a paso, hacia una verdad que, tarde o temprano, tendrá que ser enfrentada.