En diciembre de 1946, una multitud se congregó en la plaza de Oriente de Madrid para vitorear a Francisco Franco. El gesto no era casual: era una respuesta simbólica al rechazo internacional que el régimen había recibido por parte de la ONU. El lema popular de la época —"Si ellos tienen UNO, nosotros tenemos dos"— reflejaba no solo una actitud de desafío, sino también la necesidad de construir una narrativa de resistencia frente al aislamiento global.
Tras la derrota del Eje en la Segunda Guerra Mundial, España se encontró en una posición diplomática precaria. Aunque Franco no había entrado formalmente en la guerra, su simpatía por las potencias fascistas —especialmente Alemania e Italia— le había granjeado el desprecio de las naciones aliadas. La reunión en Hendaya entre Franco y Hitler en 1940 fue un momento clave: aunque no se llegó a un acuerdo militar, la colaboración previa durante la Guerra Civil —con envío de tropas, armamento y financiación— dejó una huella profunda. La División Azul, enviada al frente ruso, fue el símbolo más visible de esa alianza ideológica.
Según Francesc Vilanova, historiador de la UAB, hasta 1943 España mantuvo una postura de "tentación bélica". No solo por afinidades políticas, sino porque una victoria del Eje habría colocado a España como una potencia clave en el nuevo orden europeo. Sin embargo, a medida que Alemania y Italia comenzaron a perder terreno, el régimen franquista ajustó su discurso. La derrota del fascismo dejó a España como una "isla extranjera" en un mundo que ya no toleraba regímenes autoritarios.
Los años posteriores fueron de profunda crisis económica y diplomática. Embajadas se retiraron de Madrid, y el país se vio obligado a sobrevivir con escasos recursos. En este contexto, la consigna del régimen, según un informe confidencial de Luis Carrero Blanco, era clara: "Orden, unidad y aguantar". Aunque hubo intentos de apertura política desde sectores monárquicos, el control del ejército y la lealtad de las fuerzas armadas garantizaron la estabilidad del régimen.
Lorenzo Delgado Gómez-Escalonilla, del CSIC, señala que, pese a la miseria y el aislamiento, el régimen no estuvo en peligro real. La falta de alternativas viables, sumada a la represión y la cohesión del aparato estatal, permitieron que Franco mantuviera el poder. La situación comenzó a cambiar en la década de 1950, cuando la Guerra Fría redefinió las alianzas internacionales. Estados Unidos, en busca de aliados contra el comunismo, vio en España un aliado estratégico. La visita del presidente Eisenhower en 1959 fue un punto de inflexión: el régimen franquista dejó de ser un paria y se convirtió en un socio clave en la política global.
Este giro no fue casual. La diplomacia española, aunque limitada, supo aprovechar las tensiones geopolíticas. La firma de acuerdos militares con EE.UU., la apertura económica y la progresiva normalización diplomática marcaron el inicio de una nueva etapa. Franco, lejos de ser un líder aislado, se convirtió en un interlocutor indispensable para Occidente.
En resumen, el régimen franquista no sobrevivió solo por la fuerza del aparato represivo, sino también por su capacidad de adaptación. Desde el apoyo de Hitler hasta la alianza con Eisenhower, Franco supo navegar en aguas turbulentas, transformando el aislamiento en una oportunidad estratégica. La historia de España en la posguerra es, en gran medida, la historia de un régimen que aprendió a sobrevivir en un mundo que lo rechazaba —hasta que ese mundo lo necesitó.