En un giro simbólico y estratégico, la administración de Donald Trump ha reactivado una política exterior que evoca los tiempos del "gran garrote" y la doctrina Monroe. Esta nueva postura, que busca reafirmar la influencia estadounidense en América Latina, ha encontrado en figuras como Marco Rubio y Mauricio Claver-Carone sus principales voceros. Ambos, de origen cubano, son vistos por algunos como los nuevos arquitectos de una hegemonía conservadora que busca extenderse desde el Caribe hasta los Andes.
La retórica empleada por Trump y su equipo no deja lugar a dudas: se trata de una política de orden y control, justificada bajo el pretexto de combatir el caos y la inseguridad en la región. En septiembre, los ataques aéreos contra embarcaciones en el Caribe sur y el Pacífico colombiano marcaron el inicio de una nueva fase de intervencionismo. Estas acciones, presentadas como operaciones contra el narcoterrorismo, han generado preocupación entre analistas y gobiernos latinoamericanos.
La analogía con el pasado es inevitable. Theodore Roosevelt, en 1904, ya había sentado las bases de lo que hoy se conoce como policía internacional: Estados Unidos se arrogaba el derecho de intervenir en países que, según su criterio, no cumplían con las "reglas de una sociedad civilizada". Esta idea, que se remonta a la doctrina Monroe de 1823 —con su lema "América para los americanos"—, ha sido reinterpretada por Trump como una necesidad de restaurar el orden en el hemisferio.
El nombramiento de Claver-Carone como enviado especial para América Latina fue un claro mensaje: la Casa Blanca busca una presencia más activa y directa en la región. "En los últimos cuatro años, el caos y la anarquía han invadido nuestras fronteras. Es hora de restablecer el orden", afirmó Trump en ese momento. Pero detrás de estas palabras se esconden decisiones con consecuencias reales: desde operaciones militares hasta apoyo a regímenes afines.
La historia reciente ofrece múltiples ejemplos de intervenciones estadounidenses en América Latina: desde el derrocamiento de Jacobo Arbenz en Guatemala en 1954, hasta el golpe contra Salvador Allende en Chile en 1973. También están las dictaduras del Cono Sur, financiadas o toleradas por Washington, y el apoyo a los "contras" en Nicaragua en los años 80. Hoy, con una nueva generación de líderes y una retórica renovada, ese legado parece resurgir con fuerza.
La reacción de los gobiernos latinoamericanos no se ha hecho esperar. Nicolás Maduro, presidente de Venezuela, ha denunciado abiertamente lo que considera una nueva forma de imperialismo. Otros líderes, aunque más cautelosos, han expresado su preocupación por la escalada de tensiones y la posibilidad de una nueva era de intervenciones militares.
Lo que está en juego no es solo la soberanía de los países de la región, sino también el futuro de las relaciones entre Estados Unidos y América Latina. La pregunta que queda en el aire es si esta política de dominio conservador logrará sus objetivos o si, por el contrario, generará una ola de resistencia que reafirme la independencia de los pueblos latinoamericanos.
En un contexto global cada vez más polarizado, la decisión de Trump de revivir estas viejas doctrinas no solo afecta a la región, sino que también redefine el papel de Estados Unidos en el escenario internacional. La cordillera de los Andes, que Fidel Castro una vez imaginó como el epicentro de la liberación, podría convertirse en el escenario de una nueva batalla ideológica y geopolítica.