El verano ha terminado, las playas se han vaciado y los turistas han regresado a sus hogares. Pero el debate sobre el turismo masivo no ha desaparecido: ha cambiado de tono. Las cifras turísticas siguen rompiendo récords en España, pero la conversación pública ha bajado en volumen. No es una señal de calma, sino de madurez. El problema ya no se trata de una queja estacional, sino de un diagnóstico compartido: el modelo turístico actual es insostenible si no se transforma con inteligencia y corresponsabilidad.
Según el último Barómetro del Turismo T&C, la crítica ha evolucionado. Ya no se trata de protestas espontáneas o reclamos puntuales, sino de un análisis más estructurado, ideológico y profundo. El malestar no se ha disipado; se ha consolidado. La percepción general es clara: el turismo masivo no es un fenómeno pasajero, sino un problema de fondo que afecta múltiples dimensiones de la vida social, económica y ambiental.
Uno de los ejes centrales de la discusión sigue siendo la crisis de vivienda. El encarecimiento de los alquileres, la expulsión silenciosa de los residentes y la precariedad laboral en el sector turístico han convertido este modelo en un generador de desigualdad. Lo que antes se veía como una oportunidad económica ahora se percibe como una fuente de tensión social. El turismo ya no es solo una cuestión de gestión urbana: es un factor que redefine el acceso a la vivienda, el empleo y la calidad de vida de los ciudadanos.
Además, la turismofobia ha dejado de ser un fenómeno dirigido exclusivamente a los visitantes extranjeros. Ahora también se dirige a los turistas nacionales, especialmente aquellos que llegan desde otras regiones. Han surgido calificativos locales para referirse a ellos, lo que evidencia un malestar más difuso y un desgaste de la convivencia. El conflicto ya no es solo económico o medioambiental: es también cultural y emocional. La identidad local se siente amenazada, y la hospitalidad, antes un valor compartido, se ha convertido en un recurso escaso.
Desde una perspectiva económica y política, el turismo, tradicionalmente considerado un motor incuestionable, comienza a ser analizado como un modelo de desarrollo en crisis. Las narrativas críticas apuntan a una desigualdad estructural: el mismo sector que genera riqueza es el que encarece la vivienda, tensiona las infraestructuras y precariza el empleo. La economía turística, lejos de ser un remedio, se ha convertido en una fuente de problemas sistémicos.
Las narrativas sobre la sostenibilidad siguen siendo las más influyentes. La conversación ambiental ya no es una nota al pie: se ha convertido en el eje central de la crítica al modelo turístico. La escasez de agua, la degradación de los ecosistemas y la pérdida de identidad cultural se interpretan como síntomas de un sistema expansivo que ha alcanzado sus límites. El turismo ya no puede crecer sin límites: debe aprender a hacerlo con responsabilidad.
Pero no todo es negativo. Hay señales de cambio. La Generación Z, más consciente y exigente, aparece como un nuevo actor en la conversación. Su demanda de experiencias auténticas, sostenibles y con impacto positivo apunta hacia un modelo alternativo que podría marcar el futuro del sector. Este grupo no busca solo diversión: busca significado, conexión y respeto por el entorno. Su influencia podría ser clave para impulsar una transformación real.
Los resultados de los barómetros dejan una conclusión clara: el turismo masivo ya no es un episodio estacional ni una moda de protesta. Es un fenómeno estructural que ha calado en la conciencia colectiva y que tensiona simultáneamente lo social, lo económico y lo ambiental. Hemos pasado de la queja espontánea a un diagnóstico compartido. El reto no es renunciar al turismo, sino aprender a cuidarlo y gestionarlo mejor.
El descenso del volumen en la conversación no significa calma: significa que el debate se ha hecho más profundo. Y cuando un problema se normaliza, corre el riesgo de cronificarse. La clave está en actuar ahora, antes de que el malestar se convierta en una herida abierta. El turismo puede seguir siendo un motor económico, pero debe hacerlo con equilibrio, justicia y sostenibilidad. Solo así podremos preservar lo que más valoramos: nuestras ciudades, nuestras comunidades y nuestro futuro.