A medio siglo de la muerte de Francisco Franco, la fecha no debería pasar desapercibida. No por nostalgia, ni por reivindicación, sino por responsabilidad. La memoria histórica no es un acto de conmemoración simbólica, sino un compromiso ético con las víctimas, con la verdad y con la democracia. Y aunque este aniversario ha vuelto a ocupar titulares, lo que realmente importa no es el ruido mediático, sino la profundidad de las acciones que se tomen —o no— para reparar las heridas del pasado.
Durante décadas, el silencio fue cómplice. La llamada "transición pactada" construyó una paz frágil sobre la base del olvido. Pero ese olvido no fue inocente: fue una estrategia política que dejó intactas las estructuras del franquismo, desde sus símbolos hasta sus fortunas. Hoy, a pesar de las leyes de memoria impulsadas por gobiernos socialistas, el trabajo sigue incompleto. Las fosas comunes siguen sin abrir, los nombres de los represaliados sin restaurar, y los responsables de crímenes de lesa humanidad, impunes.
El periodista Antonio Maestre lo denunció con crudeza en su libro Franquismo S.A.: las mismas familias que se enriquecieron bajo la dictadura siguen hoy en los puestos de poder económico y político. No se trata de una coincidencia, sino de una continuidad estructural. La oligarquía que hoy domina el país no es ajena al régimen que asesinó, encarceló y exilió a miles. Y eso, por sí solo, debería ser motivo de escándalo.
La derecha española, en su mayoría, sigue negándose a reconocer esta realidad. En lugar de asumir responsabilidades, acusa al Gobierno de usar a Franco como "comodín" para desviar la atención de otros problemas. Pero la verdad es que el fascismo no es un fantasma del pasado: es una amenaza presente. Las marchas neonazis, los discursos de odio en las universidades, la defensa abierta de la supremacía blanca en redes sociales y tribunas políticas —todo ello avalado por una derecha que se niega a condenar— muestran que el fascismo no solo no ha desaparecido, sino que se ha reorganizado y radicalizado.
El Gobierno, por su parte, se presenta como el único muro antifascista, como si la defensa de la democracia fuera un monopolio partidista. Pero el antifascismo no puede ser una bandera electoral. No puede ser un instrumento de propaganda ni un recurso para generar miedo. Debe ser un compromiso ciudadano, colectivo, transversal. Porque si dejamos que el antifascismo se convierta en propiedad de un partido, lo estaremos vaciando de sentido.
Los ciudadanos que reivindicamos la memoria democrática, que nos plantamos ante las provocaciones fascistas, también debemos exigir más. Más justicia, más verdad, más reparación. No podemos conformarnos con leyes tibias, con símbolos retirados a medias, con discursos que suenan a vacío. El antifascismo no es una postura retórica: es una práctica cotidiana. Es denunciar el odio en las redes, es exigir la apertura de fosas, es investigar las fortunas del franquismo, es educar en la memoria crítica.
La ofensiva de la ultraderecha no es un fenómeno aislado. Es el resultado de años de impunidad, de silencios cómplices, de políticas de reconciliación que nunca fueron justas. Y si no actuamos con firmeza, si no exigimos una memoria profunda y no solo simbólica, corremos el riesgo de repetir errores del pasado. Porque el fascismo no vuelve de la noche a la mañana: se va instalando, poco a poco, con permiso de quienes miran hacia otro lado.
Este aniversario debe ser una llamada a la acción. No para recordar, sino para reparar. No para condenar al pasado, sino para transformar el presente. Porque el antifascismo no es un recuerdo: es una tarea. Y esa tarea no puede quedarse en las instituciones, ni en los discursos oficiales. Debe estar en las calles, en las aulas, en los medios, en cada uno de nosotros. Porque si no lo hacemos, no será el pasado el que nos alcance: será el futuro el que nos castigue.