Una densa mata de bigote blanco recorre los corredores de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, desentendido del revuelo que genera a su paso. Detrás de ese distintivo facial se esconde una sonrisa cálida y traviesa, perteneciente a uno de los narradores más destacados de las letras hispanas. Eduardo Mendoza, flamante ganador del Premio Princesa de Asturias de las Letras, camina con paso firme a pesar del cansancio que le dejó un viaje que concluyó en la madrugada previa. "Para la próxima ocasión, solicitaré que el premio sea simplemente tranquilidad", comenta con ironía mientras se dirige al acto inaugural del salón literario que presidirá en breve.
Durante toda la jornada, EL PAÍS ha compartido con el autor barcelonés cada uno de sus compromisos, momentos en los que admiradores y colegas no han cesado de acercarse para ofrecerle un gesto de afecto, un abrazo o simplemente unas palabras de reconocimiento. A sus 82 años, Mendoza lidera la representación de la ciudad invitada de honor en una cita que, lejos de agobiarle, le inspira optimismo. Su presencia magnetiza el espacio, generando una corriente de cercanía que contrasta con la solemnidad de los eventos literarios. Cada interacción revela un hombre que ha sabido construir un puente entre la alta cultura y el público general, sin concesiones ni simplificaciones.
"Una feria del libro representa exactamente lo opuesto a la guerra. La gente se reúne, dialoga, establece acuerdos y luego comparte una copa. Eso es civilización en estado puro", afirma con convicción. Esta perspectiva positiva, sin embargo, no anula los nervios que siente antes de su intervención. Le preocupa no alcanzar la duración adecuada, aburrir al público o quedarse sin ideas que compartir. Su desenvoltura natural y su agudo sentido del humor desmienten tales temores, revelando a un veterano acostumbrado a los focos pero que conserva la humildad de quien respeta a su audiencia. Esta dualidad entre la confianza y la vulnerabilidad configura su carisma particular.
El año 2024 marca un hito doble en su biografía: el reconocimiento de la Fundación Princesa de Asturias y el 50 aniversario de su debut literario con La verdad sobre el caso Savolta, novela que sorteó la censura franquista y sentó las bases de una trayectoria excepcional. Mendoza, no obstante, se muestra reacio a celebrar efusivamente este medio siglo de creación. "El tiempo opera de formas impredecibles tanto en las personas como en las obras. Este libro ha seguido un camino independiente al mío, con vida propia. Ahora nos reencontramos: él intacto, y yo con cincuenta años más", reflexiona con mezcla de asombro y melancolía. Esta concepción de la obra como entidad autónoma revela su profundo respeto por el misterio creativo.
El autor reconoce que durante estas cinco décadas ha evolucionado por completo, "de pies a cabeza". Aún así, confía en mantener intacta su curiosidad intelectual y su deseo de seguir aprendiendo. "A veces logramos engañar al tiempo porque, al mirarnos al espejo, no percibimos el cambio. Solo nos damos cuenta cuando una fotografía antigua nos devuelve la imagen de quien fuimos", comenta. Esta capacidad de autoanálisis revela la profundidad de su pensamiento, siempre atento a los matices de la existencia. La reflexión sobre el envejecimiento no es melancólica, sino una constatación realista de alguien que ha vivido intensamente cada etapa.
Precisamente ese contraste entre memoria y realidad centra sus cavilaciones sobre Barcelona, la metrópoli que le vio nacer. "Las urbes se transforman a velocidad de crucero, mucho más rápido que los seres humanos. Uno ya no reconoce el lugar donde vino al mundo porque prácticamente nada subsiste de aquel entorno. De nosotros, en cambio, algo permanece", sostiene. Esta reflexión sobre la identidad y el paisaje urbano constituye uno de los temas recurrentes en su obra, donde la ciudad funciona como protagonista y escenario de las grandes transformaciones sociales. Barcelona no es solo un fondo, sino un personaje vivo que muta y evoluciona.
Ante la pregunta directa sobre si percibe rastros de aquella Barcelona, su respuesta es tajante: "La recuerdo con nitidez, pero no la encuentro, porque ya no existe. Permiten las piedras, las calles, el metro, pero todo lo demás ha mutado: las relaciones, las formas de vida...". Esta constatación de la pérdida no es nostálgica, sino realista, propia de quien ha sabido observar con lupa crítica los procesos de cambio. La Barcelona de su infancia y juventud, con su tejido social particular, ha desaparecido bajo el embate de la modernización y el turismo de masas. El proceso de gentrificación y globalización ha borrado muchos de los rasgos que definían la ciudad mediterránea de mediados del siglo XX.
El escritor catalán encarna así la tensión entre memoria y modernidad, entre el legado personal y la desaparición del paisaje urbano que lo vio crecer. Su presencia en Guadalajara no solo celebra un premio o un aniversario, sino que testimonia la vigencia de una mirada literaria que ha sabido capturar la esencia de las transformaciones sociales. Cada una de sus novelas, desde aquel debut franquista hasta sus últimas obras, ha construido un mapa emocional y social de las mutaciones de la sociedad española y catalana. Su capacidad para crear personajes inolvidables que habitan espacios en transición constituye su legado más duradero.
A lo largo de la jornada, Mendoza ha demostrado que la grandeza no reside solo en los reconocimientos, sino en la capacidad de seguir cuestionando el mundo con la misma frescura que cuando empezó. Su bigote blanco, convertido en seña de identidad, esconden una voz que continúa desafiando el paso del tiempo. En cada interacción, en cada respuesta, se revela un pensador que no se conforma con las respuestas fáciles, sino que profundiza en las complejidades de la existencia contemporánea. Su ironía y su sabiduría conviven en un equilibrio perfecto.
La FIL de Guadalajara se convierte así en el escenario perfecto para este diálogo entre el pasado y el presente, entre el autor y su obra, entre la memoria individual y la colectiva. Mendoza, con su particular mezcla de humildad y lucidez, ofrece una lección de literatura y vida: la verdadera creación no busca la inmutabilidad, sino saber narrar el cambio. Y en eso, nadie como él para hacerlo con la precisión de un cronista y la sensibilidad de un poeta. Su presencia en México no es un mero trámite protocolario, sino una auténtica conexión cultural entre dos mundos que comparten la lengua y la pasión por las letras.
En el contexto actual de las letras españolas, Mendoza representa una figura de referencia insustituible. Su obra ha trascendido fronteras generacionales, conectando con lectores jóvenes que descubren en sus páginas una visión crítica pero también llena de humor sobre la sociedad. La capacidad de su prosa para capturar el habla popular, la jerga callejera y los registros cultos sin jerarquías, crea un universo literario accesible y profundo a la vez. Esta democratización del lenguaje constituye una de sus aportaciones más valiosas a la narrativa contemporánea. Nadie como él para mezclar el lenguaje culto con las expresiones más vitales y populares.
La conversación con Mendoza deja claro que su compromiso con la literatura va más allá de la mera creación de historias. Se trata de un compromiso con la verdad, con la observación minuciosa de la realidad, con la defensa de una mirada crítica pero nunca cínica. En un mundo dominado por la velocidad y la superficialidad, su obra invita a la pausa, a la reflexión, al disfrute del lenguaje bien trabajado. Guadalajara ha sido testigo de esta filosofía, de esta forma de entender la escritura como oficio y como vocación. Su legado, en definitiva, es el de un maestro que ha sabido mantener la coherencia entre su vida y su obra, entre su pensamiento y su creación.