Portugal se prepara para una jornada de paralización total este 11 de diciembre, cuando las principales organizaciones sindicales del país llevarán a cabo la primera huelga general en más de una década. La movilización, convocada por la Confederación General de Trabajadores Portugueses (CGTP) y la Unión General de Trabajadores (UGT), tiene como objetivo principal frenar la ambiciosa reforma laboral impulsada por el Ejecutivo conservador de Luís Montenegro.
El conflicto laboral llega tras meses de tensas negociaciones en torno al proyecto de reforma del Código del Trabajo, bautizado por el Gobierno como Trabalho XXI. Presentado el pasado 24 de julio de 2025, el anteproyecto ha sido calificado por los sindicatos como el mayor ataque a los derechos de los trabajadores desde la intervención de la Troika durante la crisis financiera.
El Gobierno de coalición, formado por el Partido Social Demócrata (PSD) y el CDS, con el apoyo parlamentario de formaciones de derecha como Chega e Iniciativa Liberal, defiende que estas modificaciones son imprescindibles para modernizar el mercado laboral portugués y adaptarlo a las exigencias de la economía digital. Sin embargo, las centrales obreras interpretan esta retórica como un velo para ocultar un retroceso sin precedentes en las conquistas sociales.
La ruptura del diálogo social se hizo evidente durante las numerosas reuniones mantenidas entre las partes. Según fuentes sindicales, la Administración mostró una nula voluntad de colaboración, imponiendo sus criterios sin atender las reiteradas advertencias de los representantes de los trabajadores. Esta falta de entendimiento llevó a la CGTP y la UGT a anunciar una escalada de movilizaciones, culminando en una multitudinaria manifestación en Lisboa a principios de noviembre y, finalmente, en la convocatoria de la huelga general.
La secretaria general de la CGTP, Isabel Camarinha, ha sido contundente en sus declaraciones: "Mientras los beneficios de los grandes grupos económicos baten récords trimestrales, los salarios de quienes generan esa riqueza permanecen estancados". La dirigente sindical acusa al Ejecutivo de desarrollar una política que "agrava la explotación, las injusticias y las desigualdades", beneficiando exclusivamente al capital.
Entre las medidas que han encendido la mecha del conflicto, destacan las modificaciones en los contratos temporales. El proyecto gubernamental amplía significativamente los supuestos en los que las empresas pueden recurrir a esta modalidad de contratación y flexibiliza las condiciones para su renovación sucesiva. Para los sindicatos, esta apertura legal equivaldría a una normalización de la precariedad, permitiendo a las compañías mantener plantillas indefinidamente temporales sin ofrecer perspectivas de estabilidad.
Otro frente crítico es la negociación colectiva. El Ejecutivo asegura que su reforma "dinamizará" los convenios colectivos, pero los analistas sindicales detectan una intención diferente: facilitar la caducidad de los acuerdos sectoriales y potenciar los pactos de empresa, históricamente menos protectores. Esta fragmentación del sistema de relaciones laborales debilitaría la capacidad de negociación de los trabajadores y crearía disparidades entre sectores y regiones.
La regulación del tiempo de trabajo también suscita fuertes críticas. El anteproyecto contempla una mayor flexibilización de los horarios y amplía las posibilidades de realizar horas extraordinarias, mientras que paralelamente se reducen las cotizaciones empresariales. Esta combinación, denuncian los sindicatos, establece un escenario de doble estándar: más exigencias para los empleados, más beneficios fiscales para los empresarios.
El contexto político añade complejidad al conflicto. Montenegro lidera una coalición minoritaria que depende del apoyo de partidos de extrema derecha y liberal-conservadores, lo que ha radicalizado su agenda reformista. La oposición de izquierda, encabezada por el Partido Socialista y las fuerzas de la izquierda radical, ha respaldado sin fisuras las reivindicaciones sindicales.
La huelga del 11 de diciembre representa un punto de inflexión en las relaciones laborales portuguesas. Doce años después del último paro general, los trabajadores lusos se movilizan contra lo que consideran un viraje neoliberal que pone en riesgo el modelo social europeo. La convocatoria incluye paros en todos los sectores productivos, manifestaciones en las principales ciudades y concentraciones frente a las sedes institucionales.
La repercusión económica de la jornada de huelga se prevé significativa. Portugal, que ha mantenido un crecimiento estable en los últimos años, podría ver paralizados transportes, servicios públicos, educación y sanidad. La CGTP ha garantizado servicios mínimos, pero advierte que la adhesión masiva dificultará la normalidad en todo el territorio nacional.
El Gobierno, por su parte, ha minimizado el impacto de la movilización y mantiene su postura de que la reforma es "inevitable" para garantizar la competitividad del país. El ministro de Economía, António Costa e Silva, ha afirmado que "no podemos quedarnos anclados en un modelo del siglo XX si queremos atraer inversión y talento". Esta retórica de la modernización choca frontalmente con la percepción sindical de un ataque orquestado a las conquistas sociales.
Internacionalmente, la huelga ha despertado el interés de organizaciones sindicales de toda Europa. La Confederación Europea de Sindicatos (CES) ha emitido un comunicado de apoyo, calificando la reforma portuguesa de "peligrosa precedente" que podría inspirar políticas similares en otros países de la Unión. La solidaridad se materializará en concentraciones ante embajadas portuguesas en varias capitales europeas.
El sector empresarial muestra una división de opiniones. Mientras la Confederación Empresarial de Portugal (CIP) apoya la reforma como "imprescindible para la productividad", otras organizaciones de pequeñas y medianas empresas expresan temor a la inestabilidad social que pueda generar. El turismo, pilar de la economía lusa, es particularmente vulnerable a las imágenes de conflicto social.
La ciudadanía portuguesa, fatigada por años de austeridad y precariedad, muestra una amplia simpatía con las reivindicaciones sindicales. Las encuestas indican que más del 60% de la población considera excesiva la reforma, aunque existe preocupación por las consecuencias de una huelga general en plena época navideña y con la economía en recuperación.
El futuro inmediato del conflicto es incierto. Los sindicatos han advertido que si el Gobierno no retira el anteproyecto, la huelga podría ser solo el inicio de una ola de movilizaciones sostenida. La CGTP no descarta nuevas jornadas de lucha en enero, coincidiendo con la discusión parlamentaria de la reforma.
El escenario político podría complicarse aún más si la movilización alcanza el éxito esperado por los convocantes. Un paro masivo debilitaría la ya frágil legitimidad de un Gobierno minoritario y podría forzar negociaciones que hasta ahora ha rechazado. Por el contrario, si la huelga no logra su objetivo, los sindicatos se verían obligados a replantear su estrategia en un contexto de creciente desafección institucional.
Lo que está en juego va más allá de Portugal. La confrontación entre el modelo social europeo y las políticas de flexibilización laboral encuentra en Lisboa un terreno de batalla simbólico. El resultado de este enfrentamiento marcará una senda que otros países podrían seguir, en un momento en que la tensión entre competitividad económica y derechos sociales define el debate político continental.
Mientras tanto, los trabajadores portugueses preparan sus pancartas y sus argumentos para una jornada que promete ser histórica. El 11 de diciembre no solo decidirá el futuro del Código del Trabajo, sino que también medirá la salud de la democracia social en un país que ha vivido en carne propia las consecuencias de las políticas de ajuste estructural.