Las recientes elecciones en Extremadura han dejado una enseñanza clara: la táctica consistente en alardear los peligros de Vox ha perdido su eficacia. Este recurso, empleado hasta la saciedad por el presidente del Gobierno, se ha convertido en un cliché vacío que genera indiferencia entre la mayoría del electorado. La reiteración constante ha desgastado su impacto, transformando lo que alguna vez fue una advertencia legítima en una mera frase hecha sin peso argumental. Los ciudadanos, lejos de amedrentarse, han comenzado a percibir este discurso como lo que realmente es: una herramienta de manipulación política destinada a ocultar la falta de propuestas concretas y evitar el debate sobre la gestión real del ejecutivo.
Pedro Sánchez ha erigido esta estrategia como pilar de su retórica política. La hipótesis es simple: evocando un supuesto ascenso de la ultraderecha, busca cohesionar a su base electoral y desviar cualquier cuestionamiento sobre su gestión. Sin embargo, resulta evidente que este manejo instrumental del temor responde menos a una preocupación genuina por las libertades democráticas y más a un cálculo electoral para preservar el poder. El miedo a Vox se revela, en última instancia, como miedo a perder la Moncloa. Esta percepción se ha extendido entre una población cansada de los recursos demagógicos y ávida de soluciones tangibles que mejoren su día a día.
Este fenómeno no es exclusivo de España. Los líderes progresistas de Francia, Alemania, Italia, Reino Unido y Países Bajos han intentado, sin éxito, contener el avance de formaciones políticas afines a Vox mediante idénticos argumentos. La demonización sistemática y la carencia de propuestas sustantivas han demostrado ser una fórmula estéril. La orfandad intelectual de esta postura queda al descubierto cuando se comparan los discursos vacíos con la realidad de las urnas. En todos estos países, la ultraderecha ha seguido creciendo pese a las advertencias apocalípticas, demostrando que los votantes valoran más la acción que el alarmismo y las etiquetas despectivas.
La verdadera dificultad para estos dirigentes radica en asumir su propia incapacidad para ofrecer respuestas a los problemas que realmente preocupan a la ciudadanía. Temas como la gestión de la inmigración, la creciente desigualdad económica, los efectos de la globalización o la crisis de acceso a la vivienda exigen soluciones concretas, no eslóganes. Resulta más cómodo para el poder establecido esgrimir el fantasma del fascismo que reconocer sus propios fracasos y limitaciones. Esta evasión de responsabilidades ha generado un profundo desencanto que la ultraderecha ha sabido explotar hábilmente, presentándose como la única alternativa real al statu quo.
Es crucial dejar claro que el rechazo al programa de Vox y sus aliados ideológicos es absoluto. No obstante, esa oposición no debe cegar la capacidad de análisis. Precisamente, discursos como el de Sánchez, marcados por la ausencia de autocrítica, terminan por fortalecer a quienes pretenden combatir. La corrupción, la ineficacia gubernamental, el nepotismo y la tergiversación institucional constituyen el caldo de cultivo perfecto para que la ultraderecha expanda su influencia. Cuando los ciudadanos perciben que el gobierno no cumple sus promesas y se enriquece con el poder, buscan alternativas, por preocupantes que estas sean.
Existe una vía para frenar este ascenso, pero choca frontalmente con los intereses del presidente. Me refiero a una regeneración ética profunda del sistema político, que implica dejar de utilizar las instituciones como herramientas partidistas y personales. El principal reproche que se le puede hacer a Sánchez es la traición a sus propias promesas de renovación democrática, abandonadas prácticamente el día después de su victoria en la moción de censura contra Mariano Rajoy. Aquel discurso de cambio radical se diluyó en prácticas indistinguibles de las que criticaba, generando un profundo desencanto.
Nadie había llegado tan lejos en la condena a las prácticas clientelares y corruptas como Sánchez en su etapa de oposición. Llegó a afirmar que las puertas giratorias eran un cáncer para la democracia española. Sin embargo, nadie ha olvidado con tanta rapidez esos compromisos como él una vez alcanzado el poder. Llevarse las manos a la cabeza ante el crecimiento de Vox resulta, en este contexto, una manifestación de incoherencia y hipocresía que los ciudadanos no pasan por alto. La credibilidad política se construye con hechos, no con palabras, y el desfase entre el discurso y la realidad es abismal.
Para combatir efectivamente el avance de la ultraderecha, tanto en España como en el resto de Europa, la única opción viable es restaurar la dignidad a la política. Esto requiere implementar reformas legislativas de calado, no medidas cosméticas, que erradiquen la corrupción y refuercen los mecanismos de control y equilibrio que sostienen las democracias maduras. Es decir, exactamente lo contrario de lo que ha hecho Sánchez: gobernar sin mayoría estable, atrincherado en el poder a la espera de que las circunstancias le sean favorables. Una estrategia que, lejos de resolver los problemas, solo puede acabar mal para la estabilidad democrática.
La lección es clara. Mientras los líderes políticos sigan utilizando el miedo como sustituto de las ideas y la acción, mientras prefieran la confrontación verbal a la autocrítica constructiva, la ultraderecha seguirá encontrando terreno fértil. Los ciudadanos demandan soluciones reales, no campañas de terror. La política debe recuperar su vocación de servicio público y abandonar las dinámicas de corto plazo que tanto daño han causado a la confianza institucional. Solo así se podrá revertir el ciclo de desafección que alimenta a los extremismos.