El sueño de la lotería que se convirtió en pesadilla para un pueblo leonés
El 22 de diciembre, poco antes de las once de la mañana, el número 79432 resonaba en el Teatro Real de Madrid. Dos niños de San Ildefonso cantaban el Gordo de la Lotería de Navidad, y en Villamanín, un pequeño municipio de León, el corazón se paralizaba. La suerte había sonreído a este pueblo minero con un premio millonario que, en cuestión de horas, pasaría de ser motivo de celebración universal a generar una crisis social sin precedentes.
La alegría inicial fue desbordante. La comisión de festejos del municipio, formada por jóvenes de menos de 25 años, había distribuido 450 participaciones a cinco euros cada una. Cuatro euros iban destinados al juego propiamente dicho, mientras que el quinto se donaba a la comisión para financiar las fiestas patronales. Con 100 décimos repartidos entre la población, el premio ascendía a nada menos que 36 millones de euros, lo que equivalía a 80.000 euros por cada papeleta vendida.
La euforia se desató frente al Hogar del Pensionista, el único bar del pueblo. Champaña, vino, abrazos y gritos de júbilo se mezclaban en una celebración que parecía unánime. "Este año traemos a Rosalía", proclamaba uno de los organizadores, mientras soñaba con las mejores fiestas de toda la provincia para 2026. Por unas horas, Villamanín vivió una utopía: todo el pueblo había ganado, la solidaridad parecía infinita y el futuro brillaba con luz propia.
Pero la euforia duró lo que tarda en evaporarse una burbuja de champán. La noticia cayó como un jarro de agua fría: cincuenta papeletas, vendidas en un taco completo, nunca llegaron a la administración de loterías. Los diez décimos correspondientes no habían sido registrados oficialmente, lo que significaba que cuatro millones de euros del premio no existían legalmente. El resto de los 32 millones quedaba en entredicho mientras se resolvía la situación.
El error, atribuido a un descuido de los jóvenes organizadores, desató una tormenta perfecta en el seno de la comunidad. Lo que comenzó como una simple negligencia administrativa se convirtió en el detonante de una crisis social que sacudía los cimientos de la convivencia villamaninense. Las redes sociales se convirtieron en el campo de batalla donde vecinos que llevaban años sin dirigirse la palabra se enzarzaban en duras discusiones.
Dos bandos claros emergieron con rapidez. Por un lado, quienes defendían a los jóvenes de la comisión, argumentando que se trataba de un error sin mala fe, producto de la inexperiencia y el entusiasmo desbordado. Por otro, quienes veían en el incidente una falta de transparencia que escondía contubernios oscuros. La rumorología crecía como la espuma, alimentando viejas rencillas familiares que parecían enterradas desde hacía generaciones.
"Ha dividido al pueblo", reconocían muchos vecinos con tristeza. Otros eran más contundentes: "Se ha roto la convivencia". El error de los jóvenes había reverdecido rencillas que databan de tiempos inmemoriales, cuando los abuelos de los actuales protagonistas ya se llevaban mal por cuestiones de tierras, ganado o simples desavenencias personales. La lotería, que debía haber unido, se había convertido en el peor de los divisores.
El alcalde de Villamanín, Félix Álvaro Barreales Canseco, no podía permanecer indiferente. Aunque el problema no era estrictamente municipal, su posición como primera autoridad local y como afectado directo lo obligaba a posicionarse. Con resignación, lamentaba aquella situación con una frase que resonaba en toda la comarca: "Lo poco que dura la alegría en la casa del pobre". Su intervención, sin embargo, se mantenía prudente, consciente de que cualquier declaración podía agravar aún más las heridas.
La tensión llegó a tal punto que la reunión convocada para el viernes siguiente al sorteo requirió la presencia de un dispositivo de la Guardia Civil. Durante cuatro horas, agraciados y miembros de la comisión de festejos negociaron bajo la atenta mirada de los agentes, conscientes de que cualquier chispa podía encender un incendio social de difícil extinción.
El acuerdo al que se llegó, cuyos detalles no trascendieron por completo, representaba una tregua temporal en una guerra que había dejado heridas profundas. Pero el daño estaba hecho. Villamanín ya no era el mismo pueblo que celebraba ebrio de felicidad aquel 22 de diciembre por la mañana. La lotería había puesto de manifiesto las fragilidades de una comunidad que, como tantas otras en la España rural, convivía con rencores silenciados y heridas no cerradas.
La lección de Villamanín es universal. El dinero, especialmente cuando llega de forma inesperada y en cantidades descomunales, tiene el poder de unir pero también de destruir. La falta de rigor en la gestión, la inexperiencia mezclada con buenas intenciones y la ausencia de protocolos claros crearon un caldo de cultivo perfecto para el desastre. Pero más allá del error administrativo, lo que realmente salió a la luz fue el estado de una convivencia que ya estaba fracturada, solo que nadie lo quería ver.
Hoy, Villamanín intenta recomponerse. Los jóvenes de la comisión, cuyo entusiasmo desbordante provocó el problema, ahora enfrentan las consecuencias de su falta de experiencia. Los vecinos, divididos entre comprensión y reproche, tratan de encontrar un equilibrio entre la justicia y la reconciliación. Y el pueblo entero se pregunta si alguna vez volverá a ser ese lugar donde todos se abrazaban frente al Hogar del Pensionista, celebrando un sueño que, por unas horas, parecía haberse hecho realidad para todos.
El Gordo de Navidad dejó en Villamanín una herencia amarga: la certeza de que la suerte, mal administrada, puede ser la peor de las desgracias. Y que los pueblos, como las familias, necesitan más que dinero para mantenerse unidos. Necesitan confianza, transparencia y, sobre todo, la capacidad de perdonar errores que, aunque costosos, nunca fueron malintencionados.