En la esquina de la calle Tonalá, en el corazón de la colonia Roma, conviven dos realidades diametralmente opuestas. Por un lado, una panadería de estilo industrial atiende a clientes extranjeros que pagan nueve dólares por una hogaza de pan artesanal. Al otro lado de la calle, una mujer desahuciada calienta agua en una cafetera eléctrica sobre la acera para prepararse un café soluble. Este contraste, en apenas cien metros, resume los golpes de la gentrificación que azota uno de los barrios más emblemáticos de la Ciudad de México.
La panadería, un espacio minimalista de hormigón y cristal, opera dentro de un edificio de cinco plantas gestionado por una empresa de neohospitalidad. Este concepto, cada vez más frecuente en zonas céntricas, promete "estancias flexibles" y "espacios únicos con detalles locales". En su interior, el inglés predomina sobre el español. Dos jóvenes estadounidenses degustan un té verde de Nepal de seis dólares, mientras un ejecutivo de sesenta años explica que ha conducido casi una hora desde Polanco exclusivamente para comprar ese pan de cereales malteados que cuesta 165 pesos.
En la acera de enfrente, otro establecimiento recién inaugurado sirve té matcha y tarta de lavanda a clientes que trabajan con sus ordenadores portátiles de aluminio. Un joven termina una videollamada en inglés y pide su segunda ronda: siete dólares y medio. Son escenas que se repiten en cafeterías de moda de Londres, Berlín o Barcelona, pero que aquí adquieren un cariz particularmente doloroso por lo que ocurre justo al lado.
El rostro invisible del desplazamiento
Sentada en el umbral del edificio contiguo a la panadería, María —que prefiere no revelar sus apellidos— prepara su desayuno con lo poco que le queda. Su cafetera eléctrica se alimenta de la maraña de cables que cuelgan del poste de luz. Sobre una mesa plegable dispone vasos de plástico y azúcar. Detrás, una pila de mantas testimonia las noches frías que pasa desde que la echaron de su casa a finales del verano.
María no está sola. Forma parte de un grupo de veinte familias desahuciadas mediante un procedimiento de despojo, un delito equiparable a la ocupación ilegal pero a la inversa: quienes tenían derecho a vivir allí fueron expulsados. Las autoridades actuaron de madrugada, sacándolos a la carrera. Sus pertenencias permanecen aún dentro del inmueble, precintado por la Fiscalía capitalina. Desde entonces, los afectados se turnan para hacer guardia en la puerta, esperando una solución que no llega.
El edificio, además de viviendas, albergaba un comedor social en su planta baja. Hasta su cierre forzoso, cada día se formaban largas filas de personas que pagaban diez pesos —unos cincuenta céntimos de dólar— por un menú completo. Era uno de los últimos servicios públicos de alimentación accesible en la zona. Ahora, sus puertas también están selladas, y la comunidad más vulnerable se ha quedado sin ese recurso esencial.
Neohospitalidad: el nuevo rostro del desplazamiento
La empresa que gestiona el edificio de la panadería no es una inmobiliaria tradicional. Se autodefine como especialista en neohospitalidad, un término que oculta un modelo de negocio basado en la renta turística a corto plazo y la transformación de viviendas en espacios de experiencia. Este modelo, lejos de fomentar la comunidad, la destruye: reemplaza vecinos estables por flujos constantes de visitantes, comercios de proximidad por negocios orientados al turismo, y arraigo por transitoriedad.
La colonia Roma, nacida como barrio señorial a principios del siglo XX y refugio de la contracultura beatnik en los años cincuenta, ha vivido múltiples transformaciones. Pero la actual es diferente: no se trata de una evolución orgánica, sino de una apisonadora económica que homogeneiza el territorio. Los precios se disparan, los comercios locales cierran y los residentes originales son empujados hacia las periferias.
El desmantelamiento del tejido social
La gentrificación no es solo un problema de vivienda; es un proceso que desarticula la identidad de barrio. Cuando un comedor social que alimentaba a cientos de personas se convierte en una panadería de lujo, algo más se pierde que un servicio público. Se rompen redes de solidaridad construidas durante décadas. Se borra la memoria colectiva. Se sustituye la diversidad por una monocultura consumista.
Los nuevos establecimientos, con sus precios en dólares y su estética globalizada, no están pensados para quienes viven en la colonia, sino para quienes la visitan. Crean una burbuja económica que convierte la calle en un escenario, no en un espacio de vida cotidiana. Los residentes se convierten en extras en su propio barrio.
El caso de las veinte familias desahuciadas en Tonalá es solo la punta del iceberg. En toda la Roma, edificios enteros se están convirtiendo en apartamentos turísticos. Los dueños originales venden o alquilan a empresas de neohospitalidad que maximizan beneficios, mientras que las autoridades miran hacia otro lado o, peor aún, facilitan estos procesos mediante desalojos express.
Un fenómeno sin freno
La gentrificación en la Roma no es un fenómeno nuevo, pero su velocidad sí. La combinación de la popularidad internacional del barrio, la falta de regulación efectiva sobre el alquiler turístico y la debilidad de las políticas de vivienda pública han creado un caldo de cultivo perfecto. El resultado: una colonia que se vuelve cada vez menos habitable para sus habitantes y más atractiva para el capital especulativo.
María y sus vecinos continúan su guardia en la puerta. No tienen abogado, apenas reciben apoyo institucional y dependen de la solidaridad de otros residentes que aún resisten. Mientras tanto, la panadería de al lado sigue atendiendo a su clientela internacional, ajena a lo que ocurre a escasos metros. Es la metáfora perfecta de una ciudad que se está partiendo en dos: una para los que pueden pagarla y otra para los que la construyeron.
La esquina de Tonalá no es un caso aislado; es un laboratorio urbano donde se concentran todas las tensiones de la metrópolis contemporánea. Aquí se ve con claridad cómo el modelo de ciudad turística y especulativa expulsa a sus propios ciudadanos. Y cómo, en apenas unos metros, se dibuja el mapa de una desigualdad que ya no es solo económica, sino espacial y existencial.