En los últimos meses, el nombre de Vito Quiles ha vuelto a ocupar titulares en España, no por sus méritos académicos, sino por su papel como figura emblemática de una ofensiva más amplia: la campaña global de la ultraderecha contra las universidades. Este fenómeno no es casualidad, ni tampoco un mero episodio aislado. Se trata de una estrategia compartida que se repite con variaciones en distintos países, desde Washington hasta Buenos Aires, pasando por Budapest o Madrid.
La universidad, como espacio de pensamiento crítico, investigación rigurosa y debate plural, representa para estos sectores un obstáculo. No es solo un centro de enseñanza, sino un bastión del conocimiento experto que desafía sus narrativas simplistas y sus intereses políticos. Por eso, la estrategia no se limita a criticar, sino a desacreditar, desfinanciar y, en algunos casos, incluso a ocupar simbólicamente estos espacios.
En España, el 'tour' de Quiles por distintas facultades no es un acto espontáneo, sino parte de un guion más amplio. Su presencia en campus universitarios, con discursos cargados de retórica polarizante, busca generar controversia, atraer atención mediática y, sobre todo, legitimar una visión del mundo que rechaza el pluralismo intelectual. Su figura actúa como catalizador de una narrativa que busca erosionar la confianza en las instituciones académicas, presentándolas como espacios de adoctrinamiento en lugar de fomento del pensamiento libre.
Este modelo no es exclusivo de España. En Estados Unidos, figuras como Tucker Carlson o grupos como Turning Point USA han hecho de las universidades su blanco preferido, acusándolas de ser 'nidos de izquierdistas'. En Argentina, el gobierno de Milei ha impulsado reformas que buscan reducir el rol de las universidades públicas. En Hungría, el régimen de Viktor Orbán ha intervenido directamente en la gestión de las facultades, promoviendo una visión nacionalista y conservadora del conocimiento.
Lo que une a todos estos casos es una misma lógica: la universidad como enemigo. No porque sea inherentemente progresista, sino porque representa un espacio donde se cuestiona, se investiga y se debate. Esa autonomía intelectual es insoportable para quienes buscan imponer una verdad única, una narrativa controlada y una sociedad sin fisuras críticas.
La respuesta no puede ser la indiferencia. Las universidades deben reafirmar su compromiso con la libertad académica, pero también deben abrirse al diálogo con la sociedad, demostrando que su valor no está en la ideología, sino en la búsqueda de la verdad a través del rigor. La defensa del conocimiento no es una tarea solo de los académicos, sino de toda la ciudadanía.
En un mundo donde la desinformación y la polarización avanzan a pasos agigantados, las universidades no pueden ser vistas como enemigas, sino como aliadas indispensables. Su papel no es adoctrinar, sino formar ciudadanos críticos, capaces de pensar por sí mismos. Y eso, precisamente, es lo que más temen quienes buscan controlar el pensamiento colectivo.
La ofensiva contra las universidades no es un fenómeno aislado, ni un capricho de unos pocos. Es una estrategia global y coordinada, con actores locales que actúan como agentes de una ideología más amplia. Reconocerlo es el primer paso para enfrentarlo. Porque si permitimos que el conocimiento sea desacreditado, lo que estamos perdiendo no es solo una institución, sino el fundamento mismo de una sociedad libre y democrática.