Anaconda, la producción de 1997 dirigida por Luis Llosa, ha perdurado en la memoria colectiva por motivos que probablemente nadie en el equipo imaginó durante su rodaje en las selvas sudamericanas. Lo que debía ser un thriller de terror sobre una serpiente gigante devorando aventureros en el Amazonas se convirtió, con el paso de los años, en un fenómeno de culto precisamente por sus defectos más que por sus virtudes. La cinta, protagonizada por Jennifer Lopez, Ice Cube y una particularmente memorable Jon Voight, acumula una lista interminable de clichés del género de terror y aventuras que Steven Spielberg ya perfeccionó con Tiburón dos décadas antes, pero ejecutados con tal sinceridad que resultan entrañables.
Los espectadores que hoy disfrutan de Anaconda no lo hacen por sus dosis de suspense genuino, sino por su carácter involuntariamente cómico. Los efectos digitales, ya desfasados en su estreno, resultan hoy francamente rudimentarios y generan más risa que miedo. La serpiente rugía como un felino, las interpretaciones sobreactuadas —especialmente la de Voight con su acento extravagante y mirada siniestra— y errores técnicos tan flagrantes como la famosa cascada que fluye hacia arriba han convertido cada proyección en una experiencia colectiva de risas y comentarios irónicos. Es, en esencia, la película perfecta para una noche de amigos y cerveza, donde el disfrute surge de la imperfección y la nostalgia por lo kitsch.
El fenómeno de las películas "tan malas que son buenas" obedece a una regla de oro que los cinéfilos de culto conocen bien: la magia debe ser accidental, nunca forzada. Obras maestras del cine de culto como The Room, Troll 2 o Samurai Cop no buscaban la ironía ni la parodia como objetivo. Nacieron de la pasión desmedida y la falta de recursos de creadores que creían sinceramente en su visión artística. Esa autenticidad, mezclada con errores técnicos y narrativos flagrantes, genera un encanto irrepetible que no puede fabricarse a propósito.
Precisamente por eso, cualquier intento consciente de replicar esa fórmula suele fracasar estrepitosamente. La artificialidad se huele a kilómetros cuando un proyecto intenta ser "malote" a propósito. Sin embargo, la nueva revisión de Anaconda ha encontrado una vía inteligente para evitar esta trampa, tomando como referencia el modelo de The Disaster Artist. Esta película de 2017, dirigida por James Franco, no intentó remaker The Room ni emular sus errores. En su lugar, construyó una comedia convencional y bien ejecutada alrededor del fenómeno, narrando la historia de su creación con humor, cariño y una comprensión profunda de por qué funciona el original.
Los responsables del guion del nuevo Anaconda, Tom Gormican y Kevin Etten, ya demostraron su habilidad para jugar con la metaficción y la construcción de personajes basados en percepciones públicas en El insoportable peso de un talento descomunal. En esa ocasión, crearon una versión ficticia de Nicolas Cage que se comportaba exactamente como el público imagina que es el actor en la vida real, con todas sus excentricidades y pasiones. Ahora aplican la misma lógica a este proyecto del Amazonas, pero con un enfoque aún más ambicioso.
La estrategia es brillante en su simplicidad: en lugar de intentar recrear los errores del original, la película imagina una historia donde los protagonistas parecen versiones alternativas de Jack Black y Paul Rudd. No se trata de una imitación burda o una parodia directa, sino de construir personajes que encarnen las cualidades que el público asocia con estas estrellas: el caos energético, la comicidad desbordante y la musicalidad inesperada de Black, contrastada con la seriedad irónica, el encanto eternamente juvenil y la capacidad de Rudd para mantener la compostura en situaciones absurdas. La serpiente gigante pasa a ser un mero pretexto para disfrutar de esta dinámica y del contraste entre ambos tipos de humor.
El resultado es una recuela cómica que respeta los hitos narrativos del filme de 1997 —incluso incluye cameos sorprendentes de supervivientes del original— pero cambia completamente el registro y el tono. No busca el terror ni el suspenso, sino la comedia de situación y el humor metatextual. No pretende asustar al espectador, sino entretener con inteligencia y referencias que recompensan al fanático. Es una carta de amor al original, pero desde la distancia irónica y cariñosa que permite el paso del tiempo y la madurez de un público que ya no busca lo mismo que en los noventa.
El argumento mantiene la esencia básica: un equipo de cineastas documentales se adentra en el Amazonas con fines cinematográficos y se encuentra con mucho más de lo que esperaban. Pero el enfoque es radicalmente diferente. Mientras que la Anaconda de Llosa pretendía ser un thriller serio y fallaba espectacularmente, esta nueva versión abrazó el fracaso como punto de partida para crear algo deliberadamente divertido y autoconsciente. La película reconoce su propia ridiculez sin menospreciar la diversión que ofrece.
En definitiva, lo que llega a las pantallas no es un remake tradicional ni una parodia barata al estilo de Scary Movie. Es una reflexión madura sobre el propio fenómeno de culto, una comedia que funciona por méritos propios y que, lejos de menospreciar el original, le rinde tributo mediante la risa compartida y el reconocimiento de su legado. Para los fans del filme de 1997, es una oportunidad de ver sus momentos favoritos reimaginados con conocimiento de causa y cariño. Para los nuevos espectadores, una entrada perfecta a un universo donde lo absurdo se celebra en lugar de ocultarse. Justo lo que veníamos a ver cuando pedimos una nueva versión de esta historia.