En un cine saturado de efectos y narrativas previsibles, Hamnet emerge como un faro de autenticidad emocional. Dirigida por Chloé Zhao y protagonizada por la inigualable Jessie Buckley, esta película no solo narra la pérdida de un hijo en el siglo XVI, sino que la convierte en un espejo universal de la condición humana. El final, intenso y desgarrador, no busca conmover por lo espectacular, sino por lo verdadero: un dolor tan profundo que trasciende épocas, culturas y estatus sociales.
Zhao, conocida por su mirada sensible en obras como The Rider y Nomadland, vuelve a demostrar que su cine no se limita a contar historias, sino a desentrañar la esencia de lo humano. En Hamnet, adapta con maestría la novela de Maggie O’Farrell —quien también coescribió el guion— para construir una experiencia cinematográfica que se mueve entre lo íntimo y lo cósmico. No se trata de una biopic de Shakespeare, sino de una exploración de la pérdida, el amor y la resiliencia desde la perspectiva de su esposa, Agnes.
La actuación de Jessie Buckley es, sin duda, uno de los puntos más altos del cine reciente. Con una presencia casi mística, Buckley encarna a una mujer que no solo sufre, sino que se transforma. Su dolor no es pasivo; es activo, visceral, casi ritual. Cada gesto, cada mirada, cada silencio está cargado de significado. Zhao la acompaña con una dirección que evita lo obvio, optando por planos largos, silencios cargados de tensión y una paleta visual que oscila entre lo terrenal y lo etéreo.
El cine de Zhao siempre ha tenido un componente espiritual, aunque ella misma lo niegue. En Hamnet, esa espiritualidad se manifiesta en la forma en que la cámara observa el mundo: no como un espectador, sino como un testigo compasivo. La directora desmonta las estructuras narrativas tradicionales, rechazando la linealidad y el clímax artificial para ofrecer una experiencia más orgánica, más humana. En eso se asemeja a directores como Ozu, Dreyer o Terrence Malick: cineastas que no cuentan historias, sino que las sienten.
La película también desafía las convenciones de género. Aunque se desarrolla en un contexto histórico, no es una recreación costumbrista. Aunque tiene elementos de drama familiar, no se limita a lo doméstico. Zhao utiliza el marco del pasado para hablar del presente, para recordarnos que el dolor no tiene fecha de caducidad. La pérdida de un hijo, la fragilidad del amor, la lucha por seguir adelante: son temas que trascienden el tiempo.
Y es precisamente en ese punto donde Hamnet alcanza su mayor potencia. No es una película sobre Shakespeare, ni sobre el siglo XVI, ni siquiera sobre la muerte. Es una película sobre la vida: sobre cómo seguimos respirando cuando el mundo se derrumba, sobre cómo el amor puede sobrevivir incluso en los lugares más oscuros. En ese sentido, el título no es casual: Hamnet no es solo el nombre de un niño muerto, sino un recordatorio de que la vida, por breve que sea, deja huellas indelebles.
La banda sonora, minimalista y evocadora, y la fotografía, que juega con la luz y la sombra como si fueran personajes más, contribuyen a crear una atmósfera casi onírica. Pero no es un sueño bonito: es un sueño profundo, incómodo, necesario. Como el dolor que retrata, Hamnet no busca consuelo, sino verdad. Y en esa verdad, encuentra una belleza que duele, que cura, que transforma.
En un mundo donde el cine a menudo se reduce a entretenimiento efímero, Hamnet es un acto de resistencia. Un recordatorio de que el cine puede ser arte, puede ser poesía, puede ser oración. Y que, a veces, lo más poderoso no es lo que se dice, sino lo que se siente. Chloé Zhao y Jessie Buckley no solo han hecho una película: han creado una experiencia. Una que, una vez vivida, no se olvida.