El western vive un renacimiento televisivo sin precedentes, y Los abandonados llega a Netflix para consolidar esta tendencia. La nueva creación de Kurt Sutter, mente tras la exitosa Sons of Anarchy, transporta al espectador al Territorio de Washington en plena década de 1850, donde la codicia y la supervivencia dibujan un paisaje moral tan accidentado como las montañas que lo rodean.
Sutter, conocido por su capacidad para construir universos complejos y personajes torturados, abandona temporalmente el mundo de los moteros para sumergirse en el salvaje oeste americano. Su experiencia previa con el neo-western en Sons of Anarchy, serie que muchos críticos consideraron un western con motos, le confiere autoridad para abordar el género con una perspectiva contemporánea sin perder la esencia clásica.
La trama se desarrolla en Jasper Hollow, un valle estratégico atravesado por una veta de plata que despierta los instintos más primarios de dos familias antagónicas. Por un lado, la poderosa dinastía Van Ness, liderada por la implacable Constance Van Ness (Gillian Anderson), viuda minera dispuesta a expandir su imperio a cualquier precio. Por el otro, la familia Nolan, encabezada por Fiona Nolan (Lena Headey), inmigrante irlandesa que ha forjado su propio clan a partir de huérfanos recogidos en su camino hacia el oeste.
Constance representa el establishment: riqueza, influencia y una visión despiadada del progreso. Sus tres hijos —el arrogante pero inseguro Willem, el refinado Garret y la rebelde Trisha— constituyen su ejército personal, manipulados con mano de hierro para que cumplan sus ambiciones. Anderson despliega una intensidad magnética, construyendo un personaje que combina la elegancia victoriana con una crueldad calculadora, recordando a los magnates ferroviarios de las grandes películas del género.
Fiona Nolan, interpretada con una ferocidad contenida por Headey, encarna la resistencia. Su maternidad adoptiva no es un acto de caridad, sino una estrategia de supervivencia que ha convertido a Elias, Dahlia, Albert y Lilla en una unidad indivisible. La química entre Headey y su séquito juvenil resulta convincente, transmitiendo una lealtad forjada en la adversidad que contrasta radicalmente con la dinámica tóxica de los Van Ness.
El conflicto central surge cuando Constance decide que Jasper Hollow debe ser suya, desatando una guerra de desgaste contra los residentes. Las tácticas de intimidación incluyen desde ofertas económicas insultantes hasta sabotaje directo contra el ganado que sustenta a las familias. En este punto, la serie muestra su capacidad para equilibrar la épica con lo íntimo, detallando cómo la codicia corporativa del siglo XIX destruye comunidades enteras.
La narrativa adquiere complejidad mediante una subtrama romántica que funciona como motor dramático. La relación entre Elias (Nick Robinson) y Trisha Van Ness (Aisling Franciosi) reproduce el arquetipo de Romeo y Julieta en un contexto donde el amor no solo es inconveniente, sino potencialmente destructivo para ambos bandos. Su romance clandestino, lejos de ser un mero recurso melodramático, expone las fisuras en los fundamentos ideológicos de ambas familias.
Paralelamente, la tensión entre Willem Van Ness y Dahlia (Diana Silvers) añota otra capa de conflicto. Su atracción mutua, marcada por el rechazo frontal de ella, evidencia la conciencia de clase de los personajes. Dahlia comprende que los Van Ness representan una amenaza existencial, mientras que Willem, atrapado entre su deseo y su lealtad familiar, personifica la indecisión de una élite que no entiende las consecuencias de sus actos.
El elenco secundario aporta matices esenciales. Marc Menchaca, recordado por su perturbador papel en Ozark, encarna al sheriff local con un cinismo pragmático que evita los clichés del héroe de la ley y el orden. Su presencia, aunque limitada, ancla la historia en una realidad donde la justicia es un producto negociable.
Desde el punto de vista técnico, la dirección de Otto Bathurst capta la vastedad del paisaje del noroeste pacífico, utilizando la naturaleza como protagonista silenciosa. La fotografía contrasta la belleza idílica de los prados con la suciedad moral de los personajes, mientras que la banda sonora mezcla temas tradicionales con arreglos modernos que refuerzan el carácter neo-western del proyecto.
La producción no estuvo exenta de polémica. Sutter abandonó el proyecto cuando faltaban semanas para finalizar el rodaje, presuntamente por desacuerdos creativos con Netflix. Este tipo de conflictos suele presagiar desastres, pero el resultado final no muestra fisuras evidentes. La narrativa mantiene cohesión, sugiriendo que el material base era sólido o que el equipo de postproducción realizó un trabajo excepcional para unificar la visión.
En cuanto a ritmo, la serie encuentra su equilibrio en los siete episodios, con duraciones variables entre 33 y 50 minutos que permiten que cada capítulo respire según las necesidades dramáticas. Esta flexibilidad estructural, lejos de ser un defecto, demuestra confianza en la capacidad de la historia para mantener la tensión sin amarras temporales rígidas.
El principal logro de Los abandonados reside en su capacidad para hablar del presente a través del pasado. Las temáticas de expolio corporativo, resistencia comunitaria y lealtades familiares fracturadas resuenan con la actualidad. La serie no se contenta con recrear el oeste histórico, sino que utiliza el género como lente para examinar la eterna lucha entre el capital desregulado y las comunidades que lo resisten.
No obstante, algunos elementos podrían haberse explorado con mayor profundidad. La mitología de las cuatro familias que habitan Jasper Hollow queda algo difuminada, centrándose casi exclusivamente en los Nolan y los Van Ness. Una mayor desarrollo de los otros clanes habría enriquecido el tapiz social del valle.
La comparación con Deadwood, inevitable dado el pedigree de Sutter y el género, resulta favorable pero diferenciada. Mientras la serie de HBO se concentraba en la anarquía de un campamento minero en formación, Los abandonados explora el choque entre estructuras de poder consolidadas y comunidades marginales. Ambas comparten un lenguaje crudo y personajes moralmente ambiguos, pero la creación de Netflix posee una estética más pulida y un ritmo más cinematográfico.
En conclusión, Los abandonados consigue su objetivo de revitalizar el western para una nueva generación sin traicionar sus raíces. Las actuaciones de Anderson y Headey justifican por sí solas la inversión temporal, mientras que la trama ofrere suficientes giros y conflictos para mantener enganchados incluso a los espectadores menos familiarizados con el género. La serie no reinventa la rueda, pero la engrasa con una precisión y una pasión que la convierten en una adición valiosa al canon del neo-western televisivo.
Para los amantes del género, supone una cita obligatoria. Para los recién llegados, constituye una puerta de entrada accesible y adictiva. El legado de Sutter, lejos de verse diluido por los problemas de producción, emerge reforzado en una obra que combina la espectacularidad con la intimidad, la acción con el drama psicológico, y el pasado con el presente.