El mundo de la arquitectura contemporánea pierde a una de sus figuras más disruptivas e influyentes. Frank Gehry, el visionario responsable de las formas onduladas que cambiaron el destino de Bilbao, ha fallecido a los 96 años, dejando tras de sí una obra que trascendió los límites del diseño para convertirse en fenómeno social y cultural. Su creación más emblemática, el Guggenheim Bilbao, no fue solo un edificio, sino el catalizador de una transformación urbana sin precedentes que redefinió la relación entre la arquitectura y el desarrollo de las ciudades.
La simbiosis entre el arquitecto y la ciudad fue tan profunda que resulta imposible imaginar una sin la otra. Las siluetas metálicas y volúmenes fluidos del museo, erigido en la desafiante ubicación de Abandoibarra, proyectaron el nombre de Bilbao a una escala global que ningún plan de marketing hubiera logrado. Inversamente, fue precisamente este encargo el que consolidó a Gehry como una celebridad internacional, elevando su estatus de arquitecto reconocido a icono cultural. Antes de la inauguración en 1997, ya contaba con el prestigioso premio Pritzker en su haber, pero fue el museo vasco el que le otorgó una dimensión pública sin igual.
El estilo irreverente y experimental de Gehry ya había llamado la atención décadas atrás con la radical reforma de su residencia en Santa Mónica. Allí, desafió las convenciones del lujoso barrio californiano utilizando materiales aparentemente industriales: malla metálica, madera contrachapada y asfalto negro para los suelos. Esta intervención, cargada de ironía y crítica social, generó controversia entre vecinos que no dudaron en interponer demandas, incapaces de comprender la genialidad de un enfoque que desmontaba el elitismo arquitectónico desde dentro.
Sus orígenes personales, sin embargo, distaban mucho de la privilegiada posición que ocuparía más tarde. Nacido en Toronto en 1929, en el seno de una familia judía con raíces en Brooklyn y Polonia, Gehry conoció la precariedad desde joven. La migración a Los Ángeles en 1947 buscaba mejores condiciones de vida, pero exigió sacrificios. El futuro arquitecto se levantaba antes del amanecer para conducir una furgoneta y repartir desayunos en los barrios adinerados, acumulando cada dólar necesario para financiar sus estudios en la University of Southern California.
La vocación arquitectónica no fue inmediata. Inicialmente exploró la ingeniería eléctrica y produjo contenidos para radio, disciplinas que abandonó al sentir que su talento no encontraba allí su verdadero canal. El momento definitorio llegó a los 17 años, cuando asistió a una conferencia del maestro finlandés Alvar Aalto sobre un sanatorio para tuberculosos. La combinación de líneas curvas, rectas y colores en aquel proyecto despertó una conexión profunda con su inclinación artística latente, señalando el camino definitivo.
Tras licenciarse, Gehry cumplió el servicio militar y se matriculó en un máster de planificación urbana en Harvard, programa que no concluyó. La razón revelaba su carácter crítico: los profesores promovían una visión alejada de la responsabilidad social que él consideraba esencial para la arquitectura y el urbanismo. La ironía del destino quiso que décadas después regresara a esa misma institución, ahora como docente del programa que había abandonado.
En Los Ángeles, sus primeros pasos profesionales transcurrieron en el estudio de Victor Gruen, un arquitecto judío austriaco exiliado en 1938 huyendo del nazismo. Gruen, pionero en el diseño de centros comerciales modernos, influyó en la comprensión de Gehry sobre el espacio público y su potencial transformador. Esta experiencia, combinada con su propia sensibilidad artística, forjó un enfoque único que integraba la funcionalidad con la expresión escultórica.
Quienes trabajaron junto a él describen a Gehry como una persona cercana y directa, pragmática en su enfoque pero ambiciosa en sus aspiraciones creativas. Un rasgo particularmente valorado fue su excepcional capacidad para controlar presupuestos, demostrando que la arquitectura de vanguardia no debe necesariamente implicar desbordes económicos irresponsables. Esta disciplina financiera, unida a su visión artística, convirtió cada proyecto en un equilibrio sostenible entre lo audaz y lo viable.
Su conexión con el País Vasco trascendió el mero encargo profesional. Gehry desarrolló un afecto profundo por la región, llegando a contemplar seriamente establecer una residencia personal en Urdaibai o Artxanda. En su estudio, una escultura de Oteiza ocupaba lugar preferente, simbolizando la reconciliación con el artista local que inicialmente había criticado duramente el proyecto del museo. Esta evolución de la confrontación al reconocimiento mutuo refleja la capacidad de Gehry para generar diálogo a través de la arquitectura.
El legado de Frank Gehry se mide no solo en metros cuadrados de titanio y vidrio, sino en la demostración tangible de cómo el diseño audaz puede reactivar economías, regenerar tejidos urbanos y redefinir identidades colectivas. El fenómeno del "efecto Bilbao" se convirtió en referente académico y político, estudiado en escuelas de arquitectura y emulado por ciudades de todo el mundo con resultados desiguales, pero siempre con la aspiración de replicar aquella magia.
Su desaparición física no extingue la influencia de una obra que continúa inspirando generaciones de arquitectos, demostrando que los límites entre la arquitectura, el arte y la responsabilidad social son más permeables de lo que convencionalmente se admite. Las formas imposibles del Guggenheim Bilbao seguirán reflejando la luz del Nervión, recordándonos que la verdadera innovación surge cuando la técnica sirve a una visión humana y contextual, no cuando la ostentación sustituye al propósito.